Urbanización desordenada y cambio climático
Debemos impedir que la Sabana de Bogotá y sus cerros circundantes continúen en su caótico patrón de urbanización
Por: Manuel Rodríguez Becerra
/ 26 de junio de 2007
Debemos impedir que la Sabana de Bogotá y sus cerros circundantes continúen en su caótico patrón de urbanización que se caracteriza por una paulatina invasión del territorio por conjuntos habitacionales atomizados de baja densidad y por la ubicación arbitraria de establecimientos industriales y comerciales en los más diversos lugares de la región. De continuar esta tendencia, no solamente se arruinarían ricas tierras para la producción y de especial valor paisajístico y ambiental, sino que además el erario público tendría que incurrir en altos e innecesarios costos para proveer los servicios públicos (agua potable, saneamiento básico, transporte, etc.), en comparación con los requeridos por ciudades concentradas y densas.
Así se podrían sintetizar algunas de las afirmaciones que el presidente Álvaro Uribe ha hecho recientemente en diversas intervenciones públicas y en las cuales ha subrayado que este indeseable fenómeno no es exclusivo de la Sabana de Bogotá sino que también se presenta en el valle de Rionegro, el antiguo Caldas y otros lugares del país.
La expansión urbana dispersa y de baja densidad poblacional predomina tanto en los países desarrollados como en desarrollo, a pesar de los fuertes cuestionamientos que ha recibido de tiempo atrás. A estos se unen hoy las contundentes evidencias sobre cómo este patrón de urbanización no solo contribuye significativamente al calentamiento global sino que, al mismo tiempo, hace a los centros urbanos más vulnerables a sus impactos. Un estudio de la Unión Europea (‘Urban Sprawl in Europe’), en el cual se comparan los efectos ambientales, económicos y sociales de ciudades con diferente densidad poblacional, muestra cómo la emisión equivalente per cápita de CO2 -el principal gas causante del calentamiento global- aumenta en la medida que disminuye el número de habitantes por hectárea de suelo urbanizado. Es una situación que simplemente refleja la mayor dependencia del automóvil particular como sistema de transporte en las ciudades dispersas.
La agudización de los efectos del cambio climático para estas ciudades presenta múltiples facetas. Así, por ejemplo, al contrastar la forma desordenada como se están urbanizando las zonas costeras, a lo largo y ancho del globo, con los posibles escenarios de la subida del nivel del mar, se concluye que es urgente corregirla si no queremos incurrir en tragedias ambientales y sociales a mediano y largo plazo. Por otra parte, en los países en desarrollo, las poblaciones pobres que se han visto forzadas a construir sus viviendas en lugares no aptos para la urbanización -en los cauces de los ríos, laderas de alta pendiente, zonas bajas costeras-, ya están siendo afectadas por el mayor rigor de las lluvias torrenciales, las inundaciones y los huracanes asociado con el calentamiento global; son hechos sobre los cuales en Colombia tenemos ya dramáticas evidencias y que nos lanzan un nuevo S.O.S. sobre la falta de acceso de los más pobres de las ciudades a tierras urbanizables, lo cual constituye una de las mayores injusticias socioambientales del país.
Ojalá que el acertado diagnóstico del Presidente sobre nuestro caótico patrón de urbanización, consistente con los planteamientos internacionales sobre la materia, se traduzca en políticas nacionales que contribuyan a su reorientación. Ello constituiría, además, una oportunidad para reencauchar la deficitaria política ambiental de su gobierno. Precisamente las próximas campañas para la elección de alcaldes son una buena coyuntura para replantear el futuro de nuestros centros urbanos, toda vez que estamos en mora de comenzar a crear las condiciones para desarrollar nuestras ciudades-regiones en forma que sean social, económica y ambientalmente sostenibles. Por fortuna, ya en Colombia hemos adelantado transformaciones en ciudades como Bogotá y Medellín, que nos demuestran que somos capaces de alcanzar metas que, como aquellas, muchos creían utópicas.