Manuel Rodriguez Becerra

Nuestro planeta nuestro futuro, nuevo libro de Manuel Rodríguez Becerra

Por: Manuel Rodríguez Becerra | 21 de agosto 2019

El exministro de Ambiente y profesor de la U. de los Andes Manuel Rodríguez Becerra presenta un nuevo libro. Presentamos en exclusiva uno de los capítulos titulado: El planeta Tierra en el antropoceno.

Nuestro Planeta, Nuestro Futuro

Los seres humanos han incursionado en los más diversos rincones de la Tierra durante miles de años, pero nuestra actual capacidad de alterar el ecosistema de la Tierra a una escala tan profunda no tiene precedentes. Kat Lahr

“Vivimos una crisis ambiental mundial”, se escucha con frecuencia. Es más que una crisis. Hoy vivimos el Cambio Global. Nuestro planeta se transformó profundamente y este cambio continúa, lo vivimos cotidianamente, y podría agudizarse a tal punto que los soportes de la vida en la Tierra llegarían a estar en riesgo, si no se actúa con contundencia para evitarlo. La aceptación y comprensión de ese cambio del planeta que hemos contribuido a construir y que debemos enfrentar es indispensable para entender el estado ambiental de Colombia y prospectar su futuro.

El planeta que nos enseñaron nuestros maestros en el colegio, en los años 50 y principios de los años 60 del siglo pasado, o el que aprendieron los escolares de hace 100 o 200 años, es radicalmente diferente al que estudian y viven los escolares de hoy. Aprendimos que el casco congelado del Polo Norte había estado allí millones de años. Y aprendimos que la Amazonía y Borneo estaban dominadas por unas selvas densas, prístinas, ricas en fauna y flora silvestre, habitadas por grupos indígenas milenarios, en las que unos pocos hombres blancos incursionaban, llevados por la codicia, la aventura o la necesidad. Aprendimos que esas selvas y el Polo Norte y la Antártica congelados estarían allí durante millones de años.

Quienes, aun recientemente, llegaban hasta las alturas del Aconcagua en Argentina, o de la Sierra Nevada de Santa Marta en Colombia, o del Everest, sabían que escalaban por unas nieves perpetuas. Ni los textos del colegio, ni tampoco los universitarios, nos advirtieron de la ocurrencia del cambio climático. Mal podrían haberlo hecho, puesto que entonces, en forma paulatina, ese cambio de origen humano estaba siendo detectado por cientos de científicos, quienes, en el silencio de sus laboratorios, buscaban explicar y dar sentido a miles de observaciones empíricas obtenidas a través de sofisticados instrumentos.

Los hombres y mujeres de ciencia trataban entonces de discernir unos fenómenos no perceptibles para el ciudadano del común y, luego, con sus modelos, comenzaron a entender y prever sus posibles consecuencias. Y es que, hasta hace solo un par de décadas, no habíamos vivido las anómalas manifestaciones del clima que hoy se han vuelto cotidianas, ni en las secciones internacionales de la prensa —la escrita, la radio y la televisión— habían aparecido noticias ambientales que hoy nos anuncian tragedias generadas por eventos climáticos extremos u otras docenas de malas noticias ambientales.

El cambio global es mucho más que el cambio climático y sus diversos impactos, o que la desaparición de extensas selvas de la faz de la Tierra. Es un cambio que se manifiesta en forma dramática en otras dimensiones ambientales como la extinción masiva de especies de flora y fauna, y el deterioro y destrucción del medio marino, de las fuentes de agua dulce y de los suelos. Desde tiempo atrás, algunos ciudadanos del común, en particular de las zonas rurales, identificaron diversos cambios reiterativos a lo largo de los años, por ejemplo en los patrones de las estaciones secas y lluviosas que orientan sus labores agrícolas, y se ingeniaron técnicas para enfrentarlos; pero no sospecharon, pues no disponían de los medios para hacerlo, que esos fenómenos que afectaban su terruño correspondían a una profunda transformación global en marcha. Y en la medida que los ciudadanos lo fueron comprendiendo se comenzó a escuchar el clamor de salvar el planeta, muchas veces en multitudinarias y ruidosas movilizaciones.

Al planeta no hay que salvarlo. Lo que hay que salvar es nuestra especie, el Homo sapiens con la civilización que ha construido, y para hacerlo tenemos que entender que vivimos en un planeta muy diferente al que muchos suponen que existe y que se dio por garantizado durante miles de años, aceptar que somos solo una parte de la compleja trama de la vida, y asumir sus consecuencias. Estamos ante el imperativo de impedir que se agudice el Cambio Global, pues de no hacerlo el sistema de la Tierra entraría en estados que pondrían en alto riesgo los soportes mismos de la vida. Es una situación que ya nos afecta a todos en nuestra cotidianeidad, y es necesario establecer diversas estrategias y formas para poder desarrollar razonablemente nuestras sociedades y adaptarlas a un planeta cuyo clima se deses- tabilizó y que ha ingresado en un período caracterizado por unas amenazas, unos riesgos y unas incertidumbres ambientales que la humanidad misma fabricó y que ahora tiene el imperativo de enfrentar, y de las que no hay antecedente desde el surgimiento del Homo sapiens.

Con estas afirmaciones, no estoy haciendo aquí una declaración del talante de aquellas que predicen el fin del mundo. Lejos de allí. Nuestra especie ha demostrado un extraordinario ingenio que ha llevado a la sociedad de hoy a un nivel de vida sin precedentes en la historia y que explica, en una suerte de paradoja, el Cambio Global. No es un progreso solo identificable en los países desarrollados, como fuera el caso hace unas décadas. En Colombia, como en la totalidad de países, el bienestar promedio de sus habitantes no tiene parangón en su historia, así se reconozca y, necesariamente, se condene la existencia de la pobreza y la miseria de un amplio sector de la población, que es un problema común a la mayoría de los países del mundo. Seguramente, con la creatividad e ingenio con las que los seres humanos han logrado un progreso inimaginable hasta hace unos pocos años, se sorteará, no sin dificultades y quizá con mucho sufrimiento de diversos grupos de la población, esta nueva fase de la historia del planeta en que hemos ingresado y que la ciencia ha bautizado como el Antropoceno.

Los retos ambientales del desarrollo de Colombia, a similitud de todos los países, son hoy enormes. El país que nuestra generación entrega a nuestra descendencia presenta un cambio ambiental que en parte era inevitable, pero es un hecho que no puede servir para desconocer que hay daños que hubiésemos podido evitar. Muchos de los extraordinarios paisajes del país que disfruté en mi juventud hoy no existen, desaparecieron para siempre. Es de nuestra absoluta responsabilidad enfrentar los diversos problemas ambientales de Colombia, pero para hacerlo es necesario reconocer la forma como interactúan con el Cambio Global. Al solucionar muchos de los problemas ambientales que afectan el devenir del país, las comunidades y los individuos contribuiremos a lidiar con ese Cambio Global, un desafío cuya respuesta es la suma de las respuestas de todos los pueblos del mundo. Qué tanto se caliente la superficie de la Tierra no depende de las acciones singulares de Colombia, pero si, por ejemplo, el país logra detener la deforestación y transformar sus sistemas de producción agrícola por unos más sostenibles desde la perspectiva ambiental, contribuirá, entre otras, a disminuir la emi- sión global de gases de efecto invernadero, a proteger las cuencas hidrográficas, el agua, la biodiversidad y el suelo, así como paisajes únicos, y por ende, a asegurar las bases del desarrollo y a mejorar nuestro bienestar.

El planeta Tierra que ya no tenemos

Tanto los ciudadanos, políticos y científicos que consideran el cambio climático producido por el hombre como el más grave problema del planeta, como aquellos que niegan su existencia, han sido testigos y víctimas de las inenarrables tragedias producidas por la variabilidad climática registradas desde 1992, fecha en la cual los jefes de Estado del mundo firmaron la Convención de Cambio Climático, un acuerdo que supuestamente derrotaría lo que entonces se insinuaba como una amenaza en un futuro lejano.

Entre los mayores desastres ocurridos en el presente siglo atribuidos al cambio climático se mencionan: la ola de calor en Europa en 2003 que al alcanzar una temperatura promedio de 45ºC causó 70000 muertes; el huracán Katrina en 2005 que golpeó a Florida y las ciudades de Mississippi y Nueva Orleans, dejando 1800 muertos y US $215 000 millones en pérdidas; la tormenta de nieve en Afga- nistán, en 2008, que al reducir la temperatura a un promedio de 30ºC causó la muerte de 1000 personas, 350 000 cabezas de ganado vacuno y 100 000 ovejas; la sequía en Siria, entre 2006 y 2011, que, al detonar una profunda crisis en la producción de alimentos, causó una masiva migración del campo a la ciudad, considerada como uno de los factores que contribuyeron al fortalecimiento de ISIS; las inundaciones ocurridas en Tailandia, Australia, Colombia y Brasil entre 2010 y 2012, consideradas entre las más graves de su historia; y la sequía en California entre 2011 y 2015, la más extrema entre las 9 sequías experimentadas por esta región desde principios del siglo pasado. El huracán Matthew, en septiembre de 2016, causó 339 muertes en Haití, y una lluvia torrencial causó la muerte de más de 330 personas en Mocoa, Colombia, en abril de 2017. La temporada de huracanes en el Caribe en el segundo semestre de 2017, en parti- cular Harvey, Irma y María, generó los daños humanos y materiales más altos registrados en la historia de este tipo de eventos en las islas del Caribe, Florida y Texas. Las tormentas, los incendios forestales y otros desastres de 2017 causaron un daño récord de US $306000 millones en Estados Unidos (Brittain, 2018).

Los impactos de estos eventos excepcionales que se asocian al cambio climático se agudizan como consecuencia del mal manejo de la naturaleza en el nivel local. Así fueron los casos de Haití y de Mocoa que nos ilustran cómo en la naturaleza todo está vinculado en una trama de complejas relaciones mediadas por la actividad humana. En Mocoa, a la lluvia torrencial, eventualmente causada por el cambio climático, se adicionó su mayor vulnerabilidad ocasionada por daños ambientales producidos por la acción humana, así como la desidia oficial y la corrupción, factores que también favorecieron la ocurrencia de una tragedia que, quizá, se hubiese podido evitar o, por lo menos, disminuir su gravedad.

Problemas con la atmósfera

Tragedias como las mencionadas son apenas el anuncio de lo que serán situaciones más frecuentes, más intensas y más generalizadas, si se continúa actuando como si no pasara nada, o si se queda corta la lucha para mitigar las causas o hacer menos severos los impactos del cambio climático.

El cambio climático tiene entre sus causas principales la emisión de los denominados gases de efecto invernadero (bióxido de carbono, óxidos de nitrógeno y metano), en gran parte producto de la combustión de carbón, petróleo y gas, tres fuentes de energía que han sido fundamentales para el desarrollo de la sociedad moderna, como se examinará en el capítulo 2. Pero esas no son las únicas causas: la deforestación para habilitar suelos para el cultivo de alimentos y las prácticas agrícolas y pecuarias también contribuyen al cambio climático. O, en otras palabras, en las invenciones dirigidas a satisfacer las necesidades humanas se encuentra el origen principal del cambio climático que enfrenta hoy el planeta Tierra, una de las grandes paradojas en que se insistirá a lo largo de este libro.

El cambio climático es una amenaza global que no tiene par en la historia desde el surgimiento de nuestra especie. Ni siquiera es comparable a la posibilidad de una guerra nuclear, que tanto atemorizó a las generaciones de la guerra fría durante 5 décadas, y que aún pende sobre nuestras cabezas. Para combatirla, en 1992 los países del mundo firmaron la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático y en 1997 su Protocolo de Kyoto, pero, en balance, han fracasado. Hoy las esperanzas se centran en el Acuerdo de París, firmado en 2015.

Pero el cambio climático, si bien el más grave, no es el único problema ambiental que la actividad humana ha generado en su interacción con la atmósfera. La exposición a largo plazo a la contaminación del aire exterior e interior causó 7 millones de muertes prematuras en 2018 —por accidente cerebrovascular, ataque cardíaco, cáncer de pulmón y enfermedad pulmonar crónica—, según estimación efectuada por la Organización Mundial de Salud (OMS). Eso hace que la contaminación del aire sea la cuarta causa de muerte entre todos los riesgos para la salud, superada solo por la presión arterial alta, la dieta y el tabaquismo, constituyéndose en el mayor riesgo de salud ambiental del mundo. La contaminación al interior de las edificaciones es causada principalmente por la mala ventilación y por la combustión de leña, y la contaminación del aire libre por la emisión de diversos gases y partículas procedentes de la combustión del carbón y los derivados del petróleo, expulsados por las chimeneas de los establecimientos industriales y los automóviles. La exposición de largo plazo a la contaminación se produce principalmente en los centros urbanos, allí donde habita más de la mitad de la población mundial, en los cuales, con frecuencia, se alcanzan niveles que exceden en mucho lo aconsejable para la buena salud, tal como ocurre en Ciudad de México, Los Ángeles, Santiago de Chile, Beijing, Lagos, Bogotá o Medellín.

Otros dos graves problemas atmosféricos de origen humano, el declive de la capa de ozono y la lluvia ácida, que fueron motivo de gran alarma pública en décadas pasadas, están siendo resueltos. Y, también, la contaminación del aire ha sido disminuida drásticamente en muchas ciudades del mundo, tres manifestaciones de que está en nuestras manos enfrentar las amenazas que hemos creado contra nuestro bienestar.

Las crisis del agua, la biodiversidad y los suelos

La pérdida de la biodiversidad1, la deforestación, la desertización, la pérdida de suelos y el deterioro de las fuentes de agua dulce y del medio ambiente marino son amenazas ambientales que están en incremento. El oso polar navegando solitario en un trozo de glaciar, desprendido como consecuencia del calentamiento de la superficie del suelo en el Ártico, es un símbolo de la profunda relación entre el calentamiento global y la extinción de especies. Es un hecho que se añade a la extinción causada por su sobreexplotación, como se simboliza en el caso del pirarucú en el río Amazonas, uno de los más grandes peces de agua dulce del mundo. Los bosques tropicales del sudeste Asiático y de las cuencas de los ríos Amazonas y Congo, los ecosistemas2 con el mayor número de especies de flora y fauna de la Tierra, han sido intensamente deforestados desde mediados de los años 50 del siglo pasado, cuando hasta entonces estaban relativamente conservados.

El mar Aral, ubicado entre Kazajstán y el norte de Uzbekistán, está en su última agonía. Se trata del que fuera el cuarto lago más grande del mundo, con 64 000 km2 de extensión, 1100 islas a su interior y una abundante pesca. En 2007 se había reducido al 10% de su extensión, fracturándose en 4 lagos separados, siendo su principal causa un proyecto de irrigación del Gobierno soviético de principios de los años 60. La tragedia del Mar Aral es una advertencia de lo que podría pasar con la Ciénaga Grande de Santa Marta, en Colombia, con su actual proceso de deterioro.

Grandes extensiones de los suelos que han sido transformados para la actividad agropecuaria, y que hoy son fuente fundamental de alimentos, se encuentran en proceso de degradación, perdiendo su fertilidad y por consiguiente su productividad. Las ciudades, las carreteras, las represas para hidroelectricidad y riego, las cicatrices de la minería, hacen que la superficie de los continentes y de las islas del planeta luzca hoy muy diferente a la que hubiese contemplado un hipotético astronauta de hace 1000 años.

El deterioro de las fuentes de agua dulce, como consecuencia de la desestabilización del ciclo hídrico, de la contaminación y de su uso excesivo, es uno de los problemas que más directa y negativamente afecta la vida cotidiana de millones de personas, así como de diversas actividades económicas. Un tercio de los ríos y acuíferos del mundo, que sustentan a 1600 millones de personas, padece un grave estrés hídrico, lo que significa que se está utilizando más del 75% de su agua disponible. De los principales acuíferos del mundo (reservas subterráneas de agua), 21 de 37 están retrocediendo, desde India y China hasta Estados Unidos (Richey et al., 2015). En adición, 1800 millones de personas carecen de acceso a agua con la calidad suficiente para su consumo seguro y más de un tercio de la población mundial, unos 2400 de millones personas, no utiliza instalaciones de saneamiento mejoradas, o no las tienen, lo que causa la contaminación de las fuentes de agua y, con ella, una alta morbilidad infantil y el estallido frecuente de pestes como el cólera. Los problemas de acceso al agua potable se originan en su creciente escasez y también en el déficit de sistemas de tratamiento (OMS et al., 2015).

Los océanos, el mayor sistema físico-biológico de la Tierra, se han alterado a tal punto que el 41% registra una “huella humana” profunda, permaneciendo prístinas pocas manchas del planeta azul (Halpern et al., 2008). La invasión del plástico en los océanos ilustra cuánto hemos cambiado el medio marino. Se estima que el número acumulado de partículas microplásticas oscila entre 15 y 51 billones, con un peso entre 93 000 y 236 000 toneladas métricas. Las pequeñas partículas y otros residuos de plástico de mayor tamaño hacen daño a las poblaciones de diversas especies de fauna marina, poniéndolas en riesgo de extinción (Van Sebille et al., 2015). A los océanos van a parar una proporción muy alta de los desechos domésticos, industriales, agrícolas y mineros sin ningún tratamiento, lo que tiene una diversidad de impactos sobre la vida marina. La alteración más evidente de los océanos es el alarmante declive de las pesquerías mundiales. La muerte masiva de los arrecifes de coral, como consecuencia del cambio climático, es una de las alteraciones más trágicas; en 2016, se perdió un tercio de la Gran Barrera de Coral en Australia, el arrecife más grande del mundo (Hughes, 2017).

El declive de la biodiversidad oceánica y terrestre se sintetiza en el hecho de que el planeta se enfrenta hoy a la sexta extinción masiva de especies de flora y fauna desde la aparición de la vida hace 3800 millones de años. Esta extinción es fundamentalmente consecuen- cia de la actividad de los seres humanos y es una enorme amenaza para su bienestar, puesto que, entre otras, el aire que respiramos, el agua que bebemos y los alimentos que consumimos dependen de la biodiversidad.

El profesor Josef Settele, uno de los autores de la evaluación más completa sobre el estado de la naturaleza realizada hasta el momento, publicada a mediados de 2019, ha subrayado que “los ecosistemas, las especies, las poblaciones silvestres, las variedades locales y las clases de plantas y animales domesticados se están reduciendo, deteriorando o desapareciendo. La red esencial e interconectada de la vida en la Tierra se está haciendo cada vez más pequeña y segmentada”. En esta evaluación adelantada por la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas, con la participación de 145 expertos de 50 países, se determinó que alrededor de 1 millón de especies de fauna y flora están ahora en peligro de extinción (IPBES, 2019).

La gran aceleración y el antroooceno

Todos los problemas y amenazas ambientales hoy enfrentados han generado un cambio global que está atentando contra los soportes mismos de la vida en la Tierra. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? Como todos los seres vivientes, los humanos impactamos el medio natural del que hacemos parte. Durante miles de años este impacto no fue significativo, pero paulatinamente dejó sus huellas. Cuando comenzó a surgir la agricultura, ya el hombre recolector cazador había conducido a cerca de la mitad de los grandes animales salvajes del planeta a la extinción, lo que nos recuerda que la idea del buen salvaje, de gran popularidad en diversos círculos, es una generalización sin asidero histórico (Harari, 2015). De forma similar, los bosques milenarios de diferentes regiones del mundo comenzaron a desforestarse en pos de tierras agrícolas o de sus maderas para los más variados usos, como ocurrió con el cedro del Líbano desde antes de nuestra era, o con la secoya en California después de la Conquista.

A lo largo de la historia, diversas civilizaciones y culturas desaparecieron hasta el punto que sus huellas acabaron siendo ocultadas o borradas, por acción de la naturaleza. Así sucedió, por ejemplo, con los pueblos mayas de Petén y Tikal, en Centroamérica, con la cultura de San Agustín en Colombia, o con diversos pueblos de la Amazonía cuyos asentamientos abandonados fueron sepultados con tal fuerza por las selvas regeneradas que hasta hace unas décadas se consideraban prístinas. Solo recientemente, en la segunda mitad del siglo pasado, los arqueólogos comenzaron a sacar a la luz los impresionantes centros urbanos y ceremoniales y los lugares que unos florecientes sistemas agrícolas habían ocupado.

Así también ocurrió en el Cercano Oriente, que fue una de las regiones del mundo en donde la agricultura comenzó a forjarse paulatinamente hace 9000 años antes de nuestra era y en donde se fundaron los primeros centros urbanos hace 3000 años. Cuando los escribas sumerios, una población asentada en la región bañada por los ríos Éufrates y Tigris, comenzaron a registrar lo que comían, después de 6000 años de esfuerzo agrícola, las gentes del Cercano Oriente ya cultivaban una gran variedad de cereales, legumbres y frutas (Cowan et al., 2006). A mediados del siglo xix, los arqueólogos comenzaron a descubrir las huellas de los sumerios y de los diferentes pueblos de Mesopotamia, que les antecedieron y les sucedieron, haciéndolas resurgir desde la profundidad del desierto que las había devorado. Lo que fuera un edén de la agricultura se había tornado en un desierto, entre otras, como consecuencia de los daños ocasionados paulatinamente por los sistemas agrícolas sobre sus suelos. El desierto mismo es la huella ambiental más profunda dejada por esas civilizaciones mesopotámicas que desarrollaron la escritura cuneiforme, inventaron el sistema de numeración sexagesimal, crearon un calendario de 12 meses y 360 días, elaboraron los primeros códigos de leyes, inventaron diversas técnicas arquitectónicas… la lista de su legado con su profunda influencia en las fundaciones de la civilización occidental se haría interminable.

La huella ecológica de los seres humanos se incrementó en los últimos 500 años con la expansión europea y la colonización de tierras lejanas habitadas por otros pueblos. Su incremento tomó fuerza en los inicios del siglo xix, cuando confluyeron el crecimiento poblacional, con su mayor demanda por alimentos, y el surgimiento de la civilización Industrial. Se requirió la apertura de tierras para la agricultura y la ganadería, principalmente a costa de bosques, praderas y humedales. La revolución industrial produjo extraordinarios beneficios económicos y sociales, pero la rápida industrialización de los países pioneros dejó su estela de contaminación del aire y las aguas y unas tecnologías sucias, entre otras. Fue una revolución que estuvo marcada por la invención de la máquina de vapor (1780-1830), es decir por el momento en que los seres humanos pusieron masivamente a su servicio los combustibles fósiles que a la postre se convertirían en la mayor causa del cambio climático. Después vendrían nuevos avances tecnológicos que, con otros factores, estimularían ciclos de crecimiento económico y aumento del consumo: el tren y el acero (1830-1880); la electrificación y los químicos (1880-1930); los automóviles y los petroquímicos (1930-1970) y la tecnología de la información (1970 hasta nuestros días) (Kondratiev, citado por Sachs, 2015).

Todas estas formidables creaciones de la ciencia y la tecnología y su difusión en diversos confines del mundo tuvieron diferentes impactos en la naturaleza. El cambio ambiental global de hoy también tiene su causa inmediata en el vertiginoso crecimiento de la población y la actividad económica que, a partir de esos avances tecnológicos, han tenido lugar después de la Segunda Guerra Mundial. Will Steffen y sus colaboradores, al observar el crecimiento de la población, la actividad económica y el deterioro ambiental que han ocurrido después de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, concluyeron que su rapidez y profundidad no tienen precedente alguno en la historia, y denominaron este período como la Gran Aceleración (Steffen et al., 2015).

En la figura se ilustra el vertiginoso crecimiento de la población, la actividad económica (ilustrada con el GDP, el uso del agua, el uso de papel, el número de vehículos, el volumen de pesca, y la inversión extranjera), y el deterioro ambiental (ilustrado con el aumento de la temperatura, las concentraciones de CO2 en la atmósfera, la pérdida del bosque tropical, las especies en extinción y la eliminación de la capa de ozono).

Se estima que en el año 1 de nuestra era la población mundial ascendía a 188 millones. Tomó cerca de 1800 años para llegar a 1000 millones de habitantes y de 1804 a 1950 la población pasó a 2530 millones, es decir se multiplicó por 2,5 veces en 150 años, y de esta última fecha a 2018 se estima que pasó a 7600 millones, es decir, se multiplicó por casi 3 veces en 78 años (Roser y Ortiz, 2018a). El crecimiento de la actividad económica expresado en la producción mundial bruta (GWP) tuvo un crecimiento equiparable al de la población entre 1 d. C. y 1800 d. C., lo que básicamente significó que el crecimiento del GWP per cápita permaneció sin mayor mo- dificación en el período; y a partir de esta última fecha se inició un crecimiento del producto bruto mundial que se ha multiplicado por 240 veces desde 1800 hasta nuestros días, como se concluye en las estimaciones del proyecto Madison (Sachs, 2015).

El GWP, estimado a partir de las métricas actuales, se multiplicó aproximadamente por 3 entre 1900 y 1950, y de este último año al 2015 se multiplicó por 11 (Roser y Ortiz, 2018a). Pero ese crecimiento ha sido muy desigual entre las regiones del mundo, como lo evidencia la comparación entre el crecimiento del producto doméstico per cápita desde el año 1870 al 2015 (Bolt et al., 2018). Esa disparidad en ingresos per cápita entre regiones tiene como consecuencia que la huella ecológica se diferencie entre ellas: en general, entre mayor ingreso per cápita de una región, mayor su huella ecológica.

El extraordinario crecimiento de la producción y el consumo después de 1950 se ilustra con unos pocos ejemplos, los cuales muestran cuánto excede al crecimiento de la población, que desde entonces hasta 2017 se multiplicó por 3. La producción de granos se multiplicó por más de 4 entre 1950 y 2017, pasando de 631 millones de toneladas en 1950 a 2618 toneladas. El número de automóviles (carros, buses, camiones) se multiplicó más de 30 veces entre 1950 y 2016, pasando de 40 millones de unidades a 1300 millones. A su vez, el número de pasajeros de avión se multiplicó por 132 entre 1950 y 2017, pasando de 31 millones a 4100 millones en 67 años. La producción de plásticos pasó de 1,5 millones de toneladas anuales a 348 millones entre 1950 y 2017, lo que significa un aumento de 232 veces (Statista, 2019; Rosen, 2018; Geyer et al., 2017; Petite, 2016). Las interrelaciones entre la expansión económica y el sistema

Tierra son múltiples. A título de ejemplo, el crecimiento de las concentraciones de bióxido de carbono, el principal gas causante del cambio climático, se explica en buena parte por el aumento del transporte terrestre y aéreo, basado en la combustión de fósiles, así como en el crecimiento de la generación de energía eléctrica a partir del carbón, y de la deforestación para abrir tierras para la actividad agropecuaria y explotar madera. Así, desde los comienzos de la revolución industrial, a mediados del siglo xviii, hasta el período inmediato después de la Segunda Guerra Mundial, la concentración atmosférica de CO2 aumentó relativamente poco (de 280 ppm a 310 ppm), mientras que desde entonces ha superado las 400 ppm. A su vez, el incremento del consumo de fertilizantes sintéticos con miras a aumentar la producción agrícola generó el aumento de la concentración de nitrógeno en zonas costeras y en humedales, hasta llegar a formarse extensas áreas biológicamente muertas. Y la invasión de partículas y porciones de plástico en el mar, uno de los hechos más devastadores de la vida marina, tiene su origen en el masivo uso de este material, cuya producción anual aumentó en más de 200 veces en 65 años; en los últimos 15 años, de los 8963 millones de toneladas de plástico producidas, 6700 millones se convirtieron en desechos, de los cuales solo se incineró el 12% mientras el 79%   se acumuló en vertederos o en el entorno natural, incluyendo los océanos, una de las grandes víctimas de este material.

La gran aceleración condujo a que los cambios en el medio ambiente se estén dando a escala global en los subsistemas de la Tierra: en las diversas formas de vida, los suelos continentales, los océanos, la atmósfera y los polos, y en las interacciones físicas, químicas y biológicas que se dan entre estos. La Tierra enfrenta hoy cambios a escala global de tal magnitud que ha entrado en una nueva época geológica, el Antropoceno, una denominación dada por el premio Nobel Paul J. Crutzen para señalar el hecho de que son consecuencia de la actividad humana (Crutzen et al., 2000). Lo que caracteriza al Antropoceno es la ruptura con la excepcional estabilidad climática propia del Holoceno, en comparación con las otras épocas geológicas en las que vivió el Homo sapiens desde su aparición en la Tierra. Esa gran estabilidad del clima en el Holoceno, que se inició con el fin de la última glaciación hace 11700 años, aseguró las condiciones que permitieron a nuestra especie crear la agricultura, o el eje sobre el cual se construyeron las diversas civilizaciones, incluyendo la contemporánea. Estas y otras invenciones del ser humano han tenido profundas consecuencias, siendo una de ellas la creación de las condiciones para el crecimiento de la población que a principios del Holoceno era de 4 millones, equivalente a la mitad de la población de Bogotá, para multiplicarse por 1850 veces en 12 siglos.

Hoy, al mismo tiempo que enfrentamos un deterioro ambiental que pone en riesgo los soportes mismos de la vida en la Tierra, vivimos una etapa de la historia en la que la humanidad ha alcanzado un nivel de vida sin precedentes, no obstante que 708 millones de habitantes se encuentren en la miseria. Esta última cifra es aterradora éticamente inaceptable, más cuando la concentración de la riqueza y la desigualdad ha venido en aumento en las 4 últimas décadas, dos fenómenos que Angus Deaton, premio Nobel de economía, Thomas Piketty, autor de Capital, y la organización OXFAM han demostrado en forma contundente (Piketty, 2014; Deaton, 2013). Pero también debe reconocerse que entre 1970 y 2015 la miseria disminuyó dramáticamente, para pasar de 2220 millones a 708 millones de personas cuando la población total ascendía a 7350 millones. Es decir, en 45 años la pobreza extrema se redujo en un 68%. En ese período, en América Latina el número de personas viviendo en pobreza extrema pasó de 71,21 millones a 33,59, es decir se redujo en un 53% (Rosser y Ortiz, 2018b).

El mejoramiento del bienestar de la población mundial se aceleró en los últimos 70 años. Los indicadores sobre los avances en nutri- ción, acceso al agua potable y saneamiento básico, ropa, vivienda, expectativa de vida y alfabetización son contundentes. La libertad de mujeres y hombres ha aumentado y el reconocimiento de los derechos de aquellas se ha abierto paso en forma que hasta hace algunos años parecía impensable. Es difícil no estar de acuerdo con la conclusión del historiador sueco Johan Norberg en su libro Progress: Ten Reasons to Look Forward to the Future: “Contrario a lo que la mayoría de nosotros creemos, nuestro progreso en las últimas décadas no ha tenido precedentes. Según casi cualquier índice que usted desee identificar, las cosas son notablemente mejores ahora de lo que lo han sido siempre para casi todos los seres humanos que han vivido en diferentes momentos de la historia” (Norberg, 2016).

Alejandro Gaviria, primer director del Centro de los Objetivos del Desarrollo Sostenible para América Latina y el Caribe y rector de la Universidad de los Andes, no está lejos de esta visión cuando reflexiona sobre Colombia: “En nuestro país la tasa de pobreza es la menor de la historia. La tasa de homicidio, la menor en 40 años. La mortalidad infantil ha disminuido sustancialmente. La desnutrición también ha descendido. Pero la mayoría piensa que estamos viviendo en el peor de los tiempos, en medio de un desastre sin nombre” (Gaviria, 2017). El progreso social y económico en Colombia, además de ser fácilmente constatable en las series estadísticas del país de las últimas décadas, ha sido evidente para quienes hemos vivido ya varias décadas, lo que no significa que se desconozca que es necesario erradicar la miseria y la pobreza que padece una parte de la población. ¿Pero por qué existe una visión predominantemente negativa sobre lo que ha sido nuestro devenir en las últimas décadas? Norberg responde con contundencia: “Está en todos nuestros televisores, periódicos e internet. Todos los días nos golpean las noticias de lo malo que es todo: el Brexit, el colapso financiero, el desempleo, la pobreza, los desastres medioambientales, las enfermedades, el hambre y la guerra. De hecho, nuestro mundo ahora parece estar al borde del colapso”. Las buenas noticias no parecen ser un buen negocio ni para los periodistas ni para los medios de comunicación.

Infortunadamente, los ambientalistas hemos, quizá, contribuido a crear esta visión de pesimismo. Y la realidad es que quienes tratamos de incidir en la opinión pública nos hemos convertido en algo así como mensajeros de las malas noticias, pues es claro que el deterioro ambiental está en incremento y es necesario comunicar los desastres, que son muchos y permanentes, quizá con la ilusión de que al hacerlo se cree una mayor conciencia sobre el medio ambiente. Pero esto contribuye a ocultar, o a no darle la debida importancia, a los avances que se han hecho para enfrentar los problemas ambientales y que, en mucho, son un triunfo del ambientalismo. Basta con recordar el  mejoramiento de la disposición de los residuos sólidos en muchos centros urbanos, la descontaminación y restauración de cientos de ríos, la aparición de cientos de tecnologías más limpias y los avances de la ecología industrial, el acelerado avance de las energías renovables en los últimos 5 años o la creación del impresionante conjunto de áreas protegidas en todos los países del mundo.

El bien documentado balance sobre el extraordinario progreso registrado por autores como Norberg en las últimas décadas los ha conducido a predecir que los enormes retos generados por el cambio global serán resueltos por la mano invisible del mercado avalada por el avance científico y tecnológico (Norberg, 2016; Ridley, 2010). Pero navegar en el Antropoceno con su enorme complejidad exige mucho más que la acción del mercado y la tecnología, como se examinará a lo largo de estas páginas.

Población, consumo, tecnología y transformación del territorio

El tamaño de la población, la tecnología y el consumo son tres factores que tradicionalmente han servido para explicar el impacto ambiental, tanto local como global. Además de estos tres factores, en este libro se le otorga especial importancia a las formas de transformación del territorio, que si bien se explican en parte por los tres factores mencionados —como es la apertura de tierras para atender el consumo de alimentos de una población en crecimiento, la construcción de asentamientos, etcétera— en muchos casos está impulsada por otros factores como la búsqueda del control del territorio, la especulación con tierras o visiones sobre la naturaleza adversas a su protección y buen uso.

La población

El crecimiento poblacional ha generado una enorme presión sobre la naturaleza en los 3 últimos siglos, y, en particular, a partir del siglo pasado. Entre 1927 y 2011 la población aumentó de 2000 millones a 7000 millones de habitantes. Esta ascendía a 1000 millones de habitantes en 1804 y su incremento en 1000 millones tomó 123 años, crecer otros mil millones tomó 33 años (1927-1960), y la adición de otros 1000 millones tomó tan solo 15 años. Desde 1974 hasta 2024, la adición de 1000 millones adicionales se produjo aproximadamente cada 12-13 años. Se estima que la población mundial ascenderá a 9000 millones en 2038, 10 000 millones en 2056 y 11 000 millones en 2100. En el año 2100 se contaría con una población de 11 375 millones. Mientras que en el siglo xx la población casi se cuadruplicó —pasando de 1600 millones en 1900 a 6000 millones en 1999—, se prevé que en el siglo xxi no llegará a duplicarse. Pero las cifras absolutas nos sugieren una historia que debería alarmarnos: mientras que en el siglo xx la población se incrementó en 4400 millones, en el siglo xxi se incrementaría en 5000 millones (Rosser, 2019). En Colombia, fue necesario que pasaran 140 años para que la población creciera aproximadamente en 5 millones de habitantes (de 897000 a 5 885077 habitantes entre 1778 y 1918) y solamente se requirieron 30 años adicionales para que se sumaran otros 5 millones. En 64 años, desde el censo de 1951 al de 2018, la población se incrementó en 34 millones de habitantes, pasando de 11,5 a 48,2 millones (DANE, 2018).

El dramático crecimiento de la población hubiese sido muchísimo mayor sin los programas de planificación familiar que se impulsaron con fuerza entre los años 60 y 80 del siglo pasado. No existe una relación simple entre el tamaño de la población y el deterioro y la destrucción ambiental, puesto que otros factores entran en juego, siendo cruciales la tecnología, los patrones y niveles de consumo, la cultura y las políticas. Pero se sabe que a medida que la población mundial crece, se crea una mayor tensión en materia de clima, uso de la tierra cultivable, oferta de agua dulce y aprovechamiento de los bosques y de los recursos pesqueros, entre otros. Al examinar el pasado se encuentra que, por ejemplo, el consumo mundial de agua se multiplicó por 6 entre 1900 y 1995, más del doble que el crecimiento de la población. Al otear el futuro, se encuentra que a lo largo del siglo xxi los requerimientos de tierra per cápita para la producción de alimentos podrían superar ampliamente los límites de las tierras cultivables, si se suponen tasas de producción agrícola constantes (Hunter, 2000).

Una de las mayores diferencias entre el mundo de hoy y el mundo de hace 200 años es la expectativa de vida al nacer, que de un promedio de 30 años a principios del siglo xix pasó a 71,24 años en 2015 (Roser, 2017). En Colombia, la esperanza de vida al nacer se incrementó de 26 años a principios del siglo xix a 74,18 en 2015. Mientras que la expectativa de vida solo se incrementó 7,5 años  en el siglo xix, en el siglo xx aumentó 37,5 años (Flórez, 2000).

Pero la expectativa de tener una vida prolongada no está equitativamente distribuida. Mientras en Mónaco asciende a 89 años, en Liberia solo llega a 55. En Latinoamérica también hay diferencias: mientras la vida promedio de un chileno ascendía a 78,99 en 2015, la de un boliviano a 68,74 y la de un haitiano a 63,07. Son diferencias que simplemente ratifican las distancias en inequidad social y pobreza entre los países, distancias que se registran también al interior de estos.

La disminución de la mortalidad infantil ha incidido sustantivamente en el aumento de la expectativa de vida de la población mundial. Mientras que en 1800 el 43% de los recién nacidos moría antes de los 5 años, en 1960 esa cifra llegó al 18,5%, y en 2015 al 4,3 %, es decir 10 veces inferior a la registrada hace 2 siglos. Si bien el aumento de la probabilidad de un recién nacido de llegar a los 5 años tiene gran peso en el aumento total de la expectativa de vida, esta también se ha hecho mayor para las personas que alcanzan otros umbrales de edad. En 1841 un niño al alcanzar los 5 años podía esperar vivir 55 años, hoy puede esperar vivir 82 años, es decir 27 más. En forma similar, en 1841 una persona de 50 años podía esperar vivir hasta los 70 años, mientras que hoy puede esperar vivir hasta los 83 (Roser, 2017).

¿Cómo se explica que hoy podamos vivir tantos años más? La filtración del agua y su tratamiento químico es el factor que más ha incidido en la prolongación de la expectativa de vida. Otros factores también lo explican, aunque existe controversia sobre el peso de cada cual: mejor disposición de excretas, aguas domésticas servidas y basuras; mejor nutrición; difusión de buenas prácticas para el aseo y el cuidado de la salud; mejor vivienda y educación (Cutler et al., 2004). Y desde los años 30 del siglo pasado, la medicina moderna, primero con las vacunas y los antibióticos y luego con las intensivas  y costosas intervenciones individuales a partir de sofisticadas tecnologías, ha ido tomando el control de la prolongación de la vida. No obstante, el agua potable sigue siendo el factor que explica mejor los incrementos en la expectativa de vida en el mundo en desarrollo (Shahid, 2014).

La tecnología

El impresionante desarrollo científico y tecnológico que se produjo en la Segunda Guerra Mundial contribuyó mucho a la gran aceleración de la economía que se dio desde principios de los años 50. Muchas de las tecnologías que entraron a enriquecer el aparato productivo y el consumo fueron desarrolladas para la guerra a partir de gigantescas inversiones públicas en ciencia, impensables en épocas de paz, que fueron realizadas principalmente por Alemania, Estados Unidos y Gran Bretaña. Entre las más importantes se mencionan: los avances en la tecnología agropecuaria, los motores jet, la cabina presurizada, la radionavegación, el radar (tecnología crítica en el posterior desarrollo de computadoras, comunicación satelital y televisión), el V2 (ancestro de todos los cohetes modernos tanto balísticos intercontinentales como para la exploración del espacio), los computadores electrónicos digitales para romper códigos secretos (definitivos para el desarrollo del computador moderno), las tecnologías para la producción masiva de la penicilina y otras medicinas, y el caucho sintético. Estas fueron tecnologías para la muerte que a la postre beneficiarían los tiempos de paz, incluyendo energía atómica que dio lugar a la bomba que los Estados Unidos utilizó en el holocausto de Hiroshima y Nagasaki, y que cambió para siempre las relaciones políticas internacionales.

La disponibilidad de fertilizantes sintéticos fue crucial para aumentar la producción de alimentos para una población en crecimiento. Y precisamente su producción se disparó después de la Segunda Guerra Mundial, pues la enorme capacidad para producir amoníaco como base para fabricar explosivos se reorientó hacia la industria de fertilizantes sintéticos nitrogenados, lo que contribuyó, con otras tecnologías, al aumento de la productividad agrícola en el ámbito de la revolución verde de los años 50. El proceso Haber-Bosch para sintetizar amoníaco a partir del nitrógeno e hidrógeno del aire había sido inventado a principios del siglo xx para reemplazar los fertilizantes naturales que se utilizaban intensamente en la agricultura más avanzada de entonces y estaban en proceso de agotamiento (guano del Perú y nitratos de Chile). Pero tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial se hizo un paréntesis para destinar el amoníaco sintético a la producción de ácido nítrico, la base de diversos explosivos. Esta es una excelente ilustración de cómo la tecnología no es neutra. Así como la agricultura moderna no habría sido posible sin el concurso del amoniaco, millones de seres humanos han muerto con sus explosivos (Smil, 2004).

Otra ilustración sobre la relación entre el desarrollo de la tecnología y la gran aceleración es la extracción de los millones de toneladas de carbón requeridos para la generación eléctrica que se ha hecho a partir de la minería a cielo abierto a gran escala. Esta no hubiese sido posible sin las inmensas retroexcavadoras y camiones y otras maquinarias gigantes y precisas y sin los sustantivos avances en la geología y en la ingeniería de minas. La minería a cielo abierto ha permitido también extraer oro y otros minerales de yacimientos que antes no eran viables de explotar (Smil, 2014). En forma similar, las tecnologías para explotar petróleo off-shore así como, más recien- temente, el fracking, han asegurado el incremento del consumo del petróleo, el gas y sus derivados (algunos de los cuales se utilizan en la agricultura). Son modalidades de explotación de minerales, petróleo y gas con altos riesgos e impactos ambientales y sociales que, no sin razón, han generado con frecuencia oposición entre comunidades y ambientalistas.

Pero el desarrollo tecnológico no es neutro, como se ilustró con las tecnologías para la guerra. La no neutralidad del desarrollo tecno- lógico lo evidencian también las energías renovables y de transporte, por ejemplo la energía fotovoltaica y el carro eléctrico que, creadas hace décadas, tuvieron un lento desarrollo como consecuencia de los obstáculos interpuestos, entre otros, por los productores de energías fósiles y de automóviles en aras de sus ganancias económicas de corto plazo.

El consumo y el consumismo

El crecimiento del producto bruto per cápita ha aumentado en prácticamente todos los países del mundo en las últimas décadas, y con este el nivel de vida. Pero el consumo ha aumentado mucho más allá del crecimiento de la población, siendo el motor del crecimiento económico y, en mucho, causa de la crisis ambiental. Las personas buscan satisfacer sus necesidades básicas de salud, alimentación, vivienda, educación, recreación, etcétera, mediante la adquisición de bienes y servicios en el mercado. Quienes consumen muy poco son quienes viven en condiciones de miseria. A su vez, el mercado de bienes y servicios es el medio que ha permitido a la clase media vivir en un confort que no tiene antecedentes en la historia de la humanidad, y que contrasta con la situación de los que no tienen nada.

Es a través del incremento del consumo que millones de personas estarán en posibilidad de mejorar su calidad de vida, en particular los más pobres. Pero, paradójicamente, mantener las tendencias y patrones de consumo hoy existentes incrementaría los problemas ambientales y pondría en grave riesgo el bienestar alcanzado por una gran parte de la población. El consumo per cápita de los países en desarrollo y emergentes es solo una fracción del correspondiente a los países desarrollados, como se muestra en la tabla 1.1, que compara para algunos países representativos cuál era su situación en 2016. Puesto que se espera un crecimiento del producto per cápita en todos los países del mundo, es altamente probable que el consumo aumente en forma rápida en los mercados de los países emergentes y en desarrollo en los próximos 15 años (Putt et al., 2017). 

En particular, si en el mundo se lograra erradicar la miseria, eso significaría que más de 700 millones de personas ingresarían al mercado del consumo. A su vez, el crecimiento en números absolutos de la clase media se está acercando a su pico de todos los tiempos. En la actualidad, alrededor de 140 millones de personas se unen a la clase media anualmente, y este número podría elevarse a 170 millones a principios de la próxima década (Karas, 2017). El consumo de la clase media se está convirtiendo en el conductor del crecimiento, puesto que representa más de un tercio de la economía mundial, y está creciendo alrededor de 4% en términos reales, lo que es más rápido que el crecimiento del PIB.

El mayor aumento del consumo per cápita en comparación con el crecimiento poblacional de las últimas décadas se explica también por la ampliación de la variedad de bienes de consumo y su demanda por los grupos de la población que se suponía ya lo tenían todo, o casi todo. La oferta para proveerse de ropa, llenar la canasta de alimentos en el supermercado o amoblar y decorar la vivienda y suplirla de electrodomésticos era muy limitada hace unas décadas si se compara con la que hoy se encuentra en las grandes superficies y en los gigantescos centros comerciales. Eso era así en los años 50 en Estados Unidos. Evidentemente, el consumo de la clase media colombiana de hace 50 años era espartana en comparación con los países desarrollados, no solamente como consecuencia de sus menores ingresos, sino también por la muy reducida oferta local, toda vez que la importación de los productos de exterior estaba limitada en aras de estimular la industria nacional. Hoy el consumidor colombiano, a similitud de lo que ocurre en los países de ingresos medios, tiene en sus manos prácticamente la misma oferta de bienes de consumo del habitante de los países desarrollados, a la cual se ha sumado la producida por la era digital. Si los productos no se encuentran en los mercados locales, los puede otear y comprar en los mercados internacionales vía internet para recibirlos en la puerta de su domicilio.

Cada vez más, se traspasa el umbral del confort para entrar en el consumo suntuario, el consumismo, que es una de las causas de la crisis ambiental. La moda rápida epitomiza el consumismo con sus artículos para comprar y tirar, comprar y tirar, comprar y volver a tirar. Es ropa producida a partir del uso ineficiente de materiales, la contaminación y las inhumanas condiciones laborales a que son sometidos millones de trabajadores de países como Bangladesh y Myanmar, un fenómeno del que no escapa Colombia, así sea en menor escala. Son las denominadas cadenas de valor que ubican sus múltiples focos de producción en los más diversos lugares del globo con el fin de asegurar un producto atractivo, desechable y barato, los principios orientadores de esta industria. Las cadenas incorporan las materias primas básicas (por ejemplo desde la siembra del algodón hasta su cosecha), la manufactura textil (cuyos procesos de tejido, teñido y estampado bien pueden localizarse en 3 lejanos países), la elaboración de la ropa (cuyo proceso puede también ubicarse en diferentes lugares) y el transporte —en barcos portacontenedores gigantes que descargan en enormes camiones portacontenedores— entre los diversos sitios en donde se realizan determinados procesos de producción de un artículo particular hasta que finalmente llegan a los cientos de miles de puntos de venta al detal esparcidos en el planeta entero. Por último, el uso de la ropa de la moda rápida, para, finalmente, disponer del producto de cualquier forma, pero eso sí tan rápido como posible, para reemplazarla con un nuevo diseño. La ropa rápida está en todos los segmentos del mercado, desde la de altos precios hasta aquella que es asequible al consumidor de pocos recursos. Eileen Fisher, magnate de la industria de ropa, al recibir un premio ambiental, afirmó, que “esta industria es la segunda más grande contaminadora en el mundo […] segunda solamente al petróleo […] es realmente asqueroso, es sucio” (Sweeny, 2015).

Es necesario diferenciar entre el consumo, con frecuencia basado en la necesidad, y el consumismo, que está impulsado por diversos deseos con un fuerte componente cultural y de status: se quiere poseer lo que tienen los amigos, vecinos y superiores sociales, y los últimos buscan diferenciarse de los de más abajo por objetos que estos no están en capacidad de poseer. La ropa y artefactos de lujo con sus vistosas marcas (las carteras Louis Vuitton originales, así como los cientos de falsificaciones para el consumo masivo) son símbolos del consumismo que explica gran parte del despilfarro de materiales y que con frecuencia se condena señalándolo como una de las perversiones de la época actual, del capitalismo. Pero este tipo de condenas parecen olvidar la evidencia histórica que nos indica que el consumismo estaría anclado en profundas raíces del comportamiento humano. Así nos lo ilustran diversas investigaciones arqueológicas de la antigüedad. Al comparar las familias de Pompeya —aquellas que hoy clasificaríamos como de clase alta y clase media— por los objetos que dejaron en sus casas —congeladas en el tiempo por la lava del Etna—, se ha concluido que tenían un comportamiento consumista equiparable al que disfrutan las familias de la Italia de hoy ubicadas en esos estratos. Así mismo, el examen de los miles de objetos de cerámica producto de la civilización griega —encontrados en diferentes lugares del Mediterráneo y del norte de Europa a donde llegaron a través del comercio—, en relación con los usos que les daban (en lo cotidiano, hasta en grandes festines en que se lucían, así como en la decoración de palacios y casas, y monumentos funerarios), revelan a los diversos grupos que los poseían como sofisticados consumistas (Walsh, 2014; Ratliff, 2011). No solo lo concluyen las investigaciones académicas: el visitante de la tumba de Tutankamón en el Museo del Cairo se hace más de una pregunta sobre los cientos de objetos de lujo que este faraón llevó consigo, hace cerca de 3500 años, en el viaje hacia la eternidad. El Museo del Oro de Bogotá es, también, una referencia similar. Y cuando hoy repaso mi biblioteca personal reconozco mi consumismo, que no parece ser distinto al que simbolizan las bibliotecas de los profesores universitarios y colegas de mi generación, con tantos libros que nunca leímos.

El consumismo se vuelve con frecuencia un hábito que encuentra su justificación en valores superiores artificialmente creados. El agua embotellada se convirtió en un hábito masivo a nivel mundial en pro de la buena salud a partir de la gigantesca publicidad de sus enormes fabricantes, Nestlé, Pepsicola y Coca-Cola, que comercializan diversas marcas. En los cursos de pregrado y posgrado que dicto en la Universidad de los Andes suelo cuestionar a los estudiantes que aún consumen agua embotellada. Intento mostrarles cómo en Bogotá es innecesaria, dada la calidad del agua de su acueducto cuya fuente es el páramo de Chingaza, y cómo genera daños al medio ambiente, debido a los miles de millones de botellas de plástico no degradables, el desperdicio de agua y los gases de efecto invernadero emitidos por las enormes flotas de camiones para su distribución. Pero no dejo de recordarles que el agua embotellada también sirve para descrestar paisanos: con frecuencia vemos a comensales de restaurantes gourmet lucir una botella de agua Fiji, que para llegar a su mesa en Bogotá recorrió 12 050 kilómetros.

Modificar los patrones de producción y consumo es un imperativo. Y es que si continúan con las mismas tendencias, el uso de materiales, tanto renovables como no renovables, se triplicaría en 2050 en comparación con una línea de base 2000 (Smil, 2014). Es necesario disminuir en forma drástica la extracción de materiales y hacer un uso más eficaz de los que se extraen y de los que ya están en circulación. ¿Cómo hacerlo? Hoy se mueven en esta dirección promisorias aproximaciones, como la economía circular, basadas en nuevas disciplinas como la ecología industrial, que tiene como metáfora la búsqueda de sistemas de producción y consumo cuyo funcionamiento se asemeje al de los ecosistemas naturales con baja perturbación. Pero hay que reconocer que modificar los actuales patrones de consumo, y en particular el consumismo, no es trivial, aún más si aceptamos que es un atavismo reforzado por la arrolladora publicidad.

Hoy, la civilización contemporánea depende predominantemente de la energía fósil, el principal factor causante del cambio climático, el que, conjuntamente con la pérdida de la integridad de la biósfera—que se manifiesta en la desaparición de especies y el declive de los ecosistemas—, está en la cúspide de las fuerzas fundamentales que han conducido a la desestabilización del sistema Tierra. Es por eso que se señala la necesidad de transitar rápidamente a las energías renovables y, además, hacia una mayor eficiencia en el uso de las energías, tanto no renovables como renovables. Entenderlo es fundamental, pues de la manera y rapidez con que se sustituyan las fuentes de energía en el futuro se encuentra una de las claves para enfrentar el Antropoceno.

La transformación del territorio y visiones sobre el uso del suelo

La pérdida de la integridad de la biósfera, tipificada en la sexta extinción de especies en la historia del planeta, en curso, es principal- mente consecuencia de la apertura de tierras para la agricultura. La imperativa e ineludible necesidad de atender el consumo de alimentos se podría entonces aducir como factor que explica y justifica esta transformación.

Entre todo lo que consumimos, la producción de carne y de leche es la causa mediata que ha dejado la más profunda huella en la biósfera. La ganadería, especialmente la ganadería vacuna, ocupa una parte considerable de la tierra agrícola producto de la transformación de ecosistemas naturales, principalmente bosques, sabanas y humedales. La figura a continuación nos ayuda a comprender la magnitud de esta situación (Roser y Ritchie, 2018). Los seres humanos usan aproximadamente la mitad del área del territorio habitable global6 para la producción agrícola, estando el 37% cubierta de bosques, el 12% de sabanas, arbustos, y humedales y ríos, y el 1% de ciudades e infraestructura. Del total de las tierras dedicadas a la agricultura, 77% se utilizan en la ganadería y 23% en cultivos agrícolas. Roser y Ritchie subrayan que “no obstante la alta proporción de tierras para la actividad ganadera, la carne y los productos lácteos suministran solo el 17% del suministro calórico global y solo el 33% del suministro global de proteínas. En otras palabras, los 11 millones de kilómetros cuadrados utilizados para los cultivos de alimentos proporcionan más calorías y proteínas para la población mundial que el área casi 4 veces mayor que se utiliza para el ganado”.

Los animales silvestres disminuyen

La ganadería de bovinos y, en general, los mamíferos domesticados para nuestra alimentación y como mascotas, así como el crecimiento de la población de la especie humana, ha incidido en un cambio radical en la composición de las poblaciones de las especies de ma- míferos que habitan la Tierra, fenómeno en el cual también han tenido su parte otras causas, como la cacería. Así se aprecia en la figura 1.5, elaborada a partir de los estudios de Vaclav Smil sobre la evolución de la biósfera en los que estima cuánto han cambiado las poblaciones de las especies de flora y fauna (Smil, 2002). En los inicios del Holoceno, el peso total de la biomasa de los seres humanos (medida en toneladas) llegaba apenas al 1% de la biomasa total de los mamíferos. Podemos afirmar que desde entonces hasta hoy, nosotros y el ganado bovino hemos conquistado una gran porción de la biósfera, dejando un pequeño espacio para las especies de mamíferos silvestres, que hoy representan el 9,5% de la biomasa de los seres humanos y el 6,5% de la del ganado bovino.

No se propone aquí exterminar la ganadería —una creación del Homo sapiens en su incesante lucha por su subsistencia— o renunciar a la carne en la dieta de los seres humanos, dos caminos que se recetan como grandes soluciones para enfrentar la pérdida o dis- minución de las poblaciones de especies de fauna y flota, el cambio climático y otros problemas ambientales. Pero estamos enfrentados a dos hechos ineludibles: un cambio en los hábitos de consumo de proteínas para disminuir el consumo per cápita de carne y productos lácteos en el mundo; y una transformación drástica de muchas de las formas de adelantar la labor ganadera, sustituyendo parte de la ganadería extensiva por una más productiva y amigable con el medio ambiente (para lo que ya existen tecnologías). Son dos alternativas complementarias que contribuirían al mejor uso de la naturaleza y, también, a una vida más saludable.

La deforestación en el trópico: no solo la ganadería

En la América tropical no se requieren nuevas tierras para la ganadería, pues allí existen en exceso. ¿Por qué entonces continúa la transformación de los suelos para ese fin?

En el período de la gran aceleración, después de los años 50, se incrementó la apertura de tierras para la agricultura en los países del trópico, siendo su principal destino la ganadería. En la Amazonía, según las cifras y diagnósticos oficiales, se deforestó el 20% de sus bosques —que representa el 60% de la selva húmeda mundial— para dedicar en un 70% sus suelos a una ganadería extensiva y muy ineficiente, y, el resto, a los cultivos agrícolas (Mongabay, 2016). Pero señalar esta actividad como el principal factor que explica la deforestación de la Amazonía, así como en otras regiones de bosque tropical de Latinoamérica, es engañoso. Una gran parte de la deforestación está motivada por las metas de control territorial, por el status social que genera la posesión de la tierra, y por la especulación con el suelo, pues en el mercado tiene más valor una hectárea de potrero que una hectárea de bosque. Estamos ante una deforestación inútil y absurda, tema que retomaremos en los capítulos 3 y 11.

Estamos, entonces, enfrentados a un reto crucial para el futuro: un cambio de aquellas visiones de los seres humanos sobre la naturaleza que propician su mal uso y destrucción. Así ocurre con la visión según la cual un bosque tiene tan poco valor como centro y fuente de vida, que más vale convertir sus suelos en potreros para dedicarlos a propósitos altamente cuestionables: una improductiva actividad económica (como la ganadería extensiva con cientos de hectáreas de suelo dedicadas a unas pocas cabezas de ganado); la especulación (a partir del hecho de que un potrero tiene mayor precio comercial que el mismo suelo con bosque, una distorsión de la economía de mercado que le asigna muy poco valor a la vida silvestre y sus beneficios), o para afianzar el poder o desplegar la ostentación (el suelo —la hacienda y el latifundio— como manifestación de poder y estatus social es una tradición de los habitantes de América heredada de los romanos a través de España). Esto es lo que está ocurriendo hoy en Colombia, con la tala y la quema masiva de la selva amazónica, o el drenaje de los humedales —para convertirlos también en tierras agropecuarias—, guiados por la visión de que su mejor destino es su desaparición y que esa desaparición no tiene ninguna consecuencia.

Publicado en el Espectador https://www.elespectador.com/ambiente/nuestro-planeta-nuestro-futuro-nuevo-libro-de-manuel-rodriguez-becerra-article-877129/