Los bosques no valen nada
Por: Manuel Rodríguez Becerra. El Espectador | 24 de agosto 2011
La tasa de deforestación en Colombia se triplicó entre la década de los noventa —cuando era aproximadamente de 100 mil hectáreas anuales— y la primera década de este siglo, en que ascendió a 337.000 hectáreas anuales. Es decir, en la última década la deforestación sumó 3’337.000 hectáreas, un área equivalente a 1,5 veces la correspondiente al departamento de Cundinamarca. Y semejante desastre no fue objeto de mayor atención por parte de los medios de comunicación, ni escandalizó a la dirigencia nacional, ni ha sido motivo de expresiones de indignación de la opinión pública.
Recientemente, la tragedia ambiental demostró cómo la destrucción y degradación de los bosques y de otros ecosistemas han hecho que el país sea más vulnerable a los fenómenos de La Niña-El Niño y al cambio climático. Quedó también claro cómo los más pobres fueron las víctimas centrales de esta tragedia, que tiene entre sus causas subyacentes la deforestación. Los pobres se hicieron aún más pobres, acrecentándose la inequidad y sembrándose nuevas semillas para el conflicto.
Entre las causas centrales de la deforestación se encuentra un modelo económico que ha conducido a la expansión de la frontera agropecuaria, mucho más allá de lo que el país requiere. El mismo sector reconoce que constituye un exabrupto contar con 38 millones de hectáreas para la ganadería y que tan sólo se requerirían 20 millones. Es decir, el país se ha potrerizado en 18 millones de hectáreas, cargándose de paso valiosos bosques, páramos y humedales.
Sin duda, uno de los motores de tal exabrupto es el hecho de que en Colombia una hectárea de tierra deforestada tenga un valor mayor que una hectárea de bosque, una expresión de una política económica que valora erradamente los servicios socioambientales. Y la tala de estos bosques, que no valen nada, se adelanta en un diabólico proceso de inequidad y concentración de la riqueza: los campesinos, en búsqueda de su supervivencia, abren claros en la selva que a la postre van a ser incorporados a los latifundios, un proceso que en los últimos años se ha hecho fundamentalmente mediante el desplazamiento forzado.
En forma similar, el establecimiento de cultivos ilícitos ha sido un factor dinamizador del proceso de deforestación, cuyas áreas arrebatadas a la selva acaban siendo englobadas como potreros, en el incesante fenómeno de concentración de la tierra. Además, la tala masiva de los bosques de origen empresarial ha sido un hecho no poco común, como se evidencia en la destrucción de extensas selvas del Tapón del Darién para potrerizarlas, a manos, principalmente, del paramilitarismo, o en el caso de la minería legal e ilegal, o en la transformación de los Llanos Orientales que se inicia.
Todos estos factores han contribuido al incremento de la deforestación en la última década. Y, en la medida en que se alcance la paz, sólo se puede esperar su aumento si no se concreta una mayor equidad en el campo y no se eliminan los incentivos a la potrerización, tal como lo indica la experiencia de aquellos países de África y Centro América donde muchos de quienes entregaron las armas no tuvieron alternativa distinta que tumbar bosque.
En síntesis, parece como si la ciudadanía no fuera consciente de que la destrucción del bosque está generando nuevos factores de conflicto social, ni de que ésta sea en gran parte causada por la trágica relación existente entre la pobreza, la concentración de la riqueza y el conflicto armado, expresada en la fratricida lucha por el territorio. Quizá si se reconocieran estas relaciones, el Gobierno y los ciudadanos valorarían más adecuadamente el fenómeno de la deforestación, que muchos identificamos como uno de los principales problemas socioambientales del país.