Las futuras tragedias invernales
Colombia parece estar condenada a seguir padeciendo tragedias invernales como la actual.
Por: Manuel Rodríguez Becerra
/ 02 de enero 2011
Colombia parece estar condenada a seguir padeciendo tragedias invernales como la actual. Las consecuencias de ‘La Niña’/’El Niño’, y a similitud de las asociadas con el calentamiento global, se multiplican y se agravan, a raíz de la deforestación, la devastación de los páramos y la destrucción de las ciénagas, que han alterado profundamente el ciclo del agua en nuestro territorio y propiciado la agudización de las inundaciones, y que han creado condiciones favorables para los deslizamientos. Y los efectos se hacen, además, dramáticos como secuela de la persistente inequidad, que continúa llevando a millones de pobres a asentarse en zonas de alto riesgo.
La actual tragedia invernal, así como las que hemos vivido en los últimos veinte años, se encuentra paradójicamente asociada con la inmensa riqueza en agua dulce de Colombia, representada por una precipitación promedio anual de 3.000 mm, en comparación con 900 mm anuales en el ámbito global y 1.600 mm anuales en América Latina. Y tanto los períodos de invierno (con esa gran abundancia de agua), como los períodos de verano, se hacen más largos y agudos con ‘El Niño’/’La Niña’. Además, en la medida en que el calentamiento global avanza, las estaciones lluviosas y secas se están tornando más extremas y los aguaceros más torrenciales.
¿Acaso los fenómenos de ‘El Niño’/’La Niña’ se están haciendo más frecuentes e intensos como efecto del calentamiento global? La ciencia aún no conoce cuál es la relación entre estos dos fenómenos.
Cualquiera que sea el caso, el gran reto es disminuir la vulnerabilidad del país frente a estos dos fenómenos climáticos, para lo cual es imperativo detener en forma tajante la destrucción de nuestros ecosistemas, iniciar la restauración de aquellos que son críticos por los servicios ambientales que prestan (como la regulación del ciclo hídrico y el control de la erosión), reubicar los asentamientos humanos en peligro y, sobre todo, generar políticas que garanticen a los más pobres el acceso a tierras aptas para la urbanización.
Infortunadamente, estamos galopando en la dirección contraria, como lo atestigua el patético balance ambiental de la primera década del milenio. Así, por ejemplo, la tasa de deforestación casi se triplicó entre el 2000 y el 2009, al haberse aniquilado tres millones de hectáreas de bosques en el período.
Es un proceso de deterioro ambiental que lamentablemente ha sido favorecido por las políticas del alto gobierno, como se manifiesta, por ejemplo, en los cientos de títulos mineros otorgados en zonas de especial valor ecológico, en la realización o anuncio de obras que, como las carreteras del Tapón del Darién y de Las Ánimas-Nuquí, están generando la inevitable pérdida de valiosos ecosistemas naturales, y en el fomento de un modelo de transformación de la Orinoquia que está conduciendo a la destrucción de humedales y de bosques.
Para enfrentar este estado de cosas, es urgente fortalecer en forma integral la institucionalidad ambiental, que incluye la necesaria reforma del Ministerio del Ambiente y de las CAR, así como revisar a fondo el Sistema Nacional para la Prevención y Atención de Desastres.
Pero estas fórmulas no son suficientes, puesto que lo que se requiere, en esencia, es reorientar con sabiduría las denominadas locomotoras del desarrollo. Y es que, si estas continúan su marcha sin resolver los problemas de pobreza y en un desbocado proceso de destrucción ambiental, acabarán condenando al país a que se magnifiquen y multipliquen, cada vez más, los efectos de las agudas e inevitables oleadas invernales del futuro, y a que se produzcan tragedias equivalentes, o más graves, a la que hoy enfrentamos.