Manuel Rodriguez Becerra

Manuel Rogriguez Becerra

La Cumbre de París

Si algo quedó claro en la Cumbre de París, para quienes desde años atrás asistimos a las negociaciones de cambio climático, son la gran unanimidad y, sobre todo, el inocultable sentido de temor y desasosiego existente.

Por: Manuel Rodríguez Becerra

/ 14 de diciembre 2015

Si algo quedó claro en la Cumbre de París, para quienes desde años atrás asistimos a las negociaciones de cambio climático, son la gran unanimidad y, sobre todo, el inocultable sentido de temor y desasosiego existente, entre miles de participantes en esta conferencia, ante el hecho de que el mundo está viviendo un desastre climático en incremento, con dramáticas consecuencias en muchas regiones del mundo.

Recuerdo bien cómo, hace 25 años, cuando se iniciaron las negociaciones que condujeron a la firma de la Convención de Cambio Climático en Río de Janeiro en 1992, el calentamiento global era un dato de la ciencia, un hecho abstracto sobre cuya existencia los citadinos no teníamos ninguna vivencia. Hoy, gracias a la investigación, sabemos que ya para entonces cientos de comunidades rurales estaban adaptando sus formas de vida y tecnologías agrícolas a unas circunstancias climáticas de las cuales, y según su experiencia y la de sus mayores, no existía ninguna referencia.

Fue profundamente aleccionadora para mí una larga conversación que sostuve con Meg Taylor, secretaria de Foro de las Islas del Pacífico, una persona y amiga excepcional. Dieciséis Estados insulares (con cientos de islas), que comprenden desde Australia y Nueva Zelanda hasta las islas Fiyi y Tuvalu, pertenecen al Foro. En muchas de las islas el mar dejó de ser el lugar natural de juego cotidiano de los niños para convertirse en una amenaza, confrontados por miedo a unas olas arrasadoras. Y en no pocas islas comenzó años atrás el proceso de emigración: son los refugiados del clima. Y como afirmaba Meg, algunos de los jefes de Estado de la región, a su regreso de la Cumbre de París, deberán comunicar a sus ciudadanos si existe o no alguna esperanza de supervivencia para sus países.

En París quedó también claro que se está ingresando con paso firme en la era de la decarbonización de la economía. De ello deberían tomar nota los dirigentes de la empresa privada de Latinoamérica, cuya presencia en la Cumbre fue famélica (excepción hecha de Brasil), en contraste con cientos de empresarios de diversas latitudes que ilustraron en qué consisten hoy los negocios en un mundo cuyo clima ya se desestabilizó y con el cual tienen la obligación de contribuir a que la situación no se empeore.

Si bien escribo esta columna cuando aún las negociaciones no han finalizado, es posible afirmar que la Cumbre de París dejará el vaso medio lleno y medio vacío. No es ninguna novedad, puesto que cientos de observadores lo predijeron. Se supera el estruendoso fracaso de la Cumbre de Copenhague y, más que eso, se pone en marcha un proceso de reducción de gases de efecto invernadero (GEI) con contribuciones de todos los países, desarrollados y en desarrollo. Y este no es asunto menor si se toma en cuenta que han pasado veintitrés años de firmada la Convención de Cambio Climático, sin lograr prácticamente ningún resultado.

No es tampoco ninguna novedad el hecho de que el acuerdo no garantice que la temperatura se mantenga por debajo de 1,5 °C, límite más allá del cual la ciencia afirma que es altamente peligroso, ni que aún sea suficientemente clara la financiación que los países desarrollados deberán aportar a los países en desarrollo para que estos cumplan con parte de sus promesas de reducción de GEI, y estén en capacidad de adelantar algunas de las medidas de adaptación. Pero lo que sí es muy positivo es que se haya establecido una plataforma de negociación que permitirá una revisión periódica de las metas y compromisos adquiridos. En síntesis, se está, aún, lejos de seguir las recomendaciones efectuadas por la ciencia, lo que es una grave expresión del déficit de liderazgo político global.