Manuel Rodriguez Becerra

La corrupción y la impunidad: dos grandes protagonistas del deterioro ambiental

Por: Manuel Rodríguez Becerra. Revista Ozono. No. 11. | abril 1996

Se oyen rumores sobre la corrupción en el sector ambiental. Venta de permisos para aprovechar recursos naturales renovables; sobornos para hacer contrabando hacia el exterior, por puertos y aeropuertos, de especímenes de flora y fauna silvestre de prohibido aprovechamiento; y pagos para certificar en forma falsa el cumplimiento de normas ambientales. Se dice que quizás lo más escandaloso es la venta de licencias ambientales. Y se afirma que para la agilización de trámites se exige con frecuencia la correspondiente propina.

Ciudadanos venales estarían comprando a funcionarios igualmente venales con el fin de adquirir el derecho a destruir o hacer mal uso de nuestros recursos naturales. Y esos mismos funcionarios venales estarían cobrando a muchos ciudadanos desesperados, y sin tendencia a inmolarse en el laberinto que le puede construir un burócrata corrupto, por adelantar trámites a los que tienen legítimo derecho.

Son rumores similares a los que en su momento oí como funcionario gubernamental, responsable por la dirección de entidades ambientales. Sigue siendo igualmente difícil, ahora como entonces, convencer a los ciudadanos de bien, que señalan hechos ,y funcionarios corruptos, a que efectúen sus denuncias ante las autoridades competentes.

A lo mejor tienen razón al no formalizar la denuncia, y, en su lugar, dejar que se transforme en rumor. Arriesgarían su vida: al fin y al cabo estamos en el país con mayor tasa de homicidios per cápita del mundo. Además, los ciudadanos de bien que toman el riesgo de denunciar, saben que este acto que en Colombia se ha convertido en heroico puede no servir para nada porque lo más probable es que naufrague en un sistema de justicia caracterizado por la casi absoluta impunidad.

¿A caso conocemos de funcionarios públicos que estén pagando cárcel por haber vendido un valioso bosque o una licencia ambiental? ¿Acaso conocemos de industriales que estén pagando condena por haber contaminado en forma letal una fuente de agua? ¿O por haber sobornado a un burócrata público, en pos de violar la ley?

¿Se sabe de algún hacendado o campesino rico que haya sido sancionado en forma ejemplar por destruir un bosque de singular riqueza biológica o vital para la conservación de una fuente de agua? ¿O de algún funcionario público que haya sido destituido por haber dirigido la construcción de una obra pública violando las más elementales normas ambientales?

Para muchos, estos fenómenos del campo ambiental son una expresión más de dos de las mayores tragedias nacionales -que así deben llamarse-: la corrupción y la impunidad. Al fin y al cabo el final del milenio en Colombia será denominado por no pocos historiadores como la era del Proceso Ocho Mil. ¿Para qué entonces preocuparse por la cuestión ambiental como un caso singular?

Lo singular es que la corrupción e impunidad podrían llegar a constituirse en dos de los mayores factores explicativos del deterioro ambiental urbano y rural. Constituyéndose en dos de las principales causas de la destrucción de ecosistemas únicos o de daños irreversibles a nuestros recursos naturales. Lo singular es, en suma, que el acto corrupto de un ciudadano en el campo ambiental -sea él un burócrata oficial o un distinguido miembro de la sociedad civil-, así como la impunidad, podrían ser la negación misma del derecho de las generaciones actuales y futuras a disfrutar de un ambiente sano, tal como se consagra en la Constitución del 91.

Lo que preocupa es que el rumor de la corrupción en el sector público ambiental esté aumentando en la medida en que se está avanzando en el montaje del Sistema Nacional Ambiental. ¿Para qué sirve entonces la nueva Ley ambiental, la Ley 99 de 1993? ¿Qué pasa con el Minambiente y sus 34 corporaciones regionales? ¿Dónde están los ciudadanos con sus múltiples posibilidades de participar en las decisiones que afectan el medio ambiente, consagradas en la Ley?

El país se embarcó en un ambicioso proyecto dirigido a detener el pavoroso proceso de destrucción de nuestro medio ambiente, sintetizado en el fortalecimiento de las actividades estatales para la gestión ambiental, en la destinación de sustantivos recursos nuevos y adicionales instrumentos para defender su derecho a un medio ambiente sano. A decir de altos funcionarios del Banco Mundial, se trata, quizá, del proceso más ambicioso de fortalecimiento de la gestión ambiental que se haya emprendido en Latinoamérica en los últimos años.

Pero este gran esfuerzo podría verse frustrado sino se toman medidas conducentes a combatir en forma frontal la corrupción que parece estar acomodándose en el naciente Sistema Nacional Ambiental.

Se subraya que al fortalecer las instituciones públicas ambientales se aumentan las posibilidades de corrupción, aquí y en Cafarnaúm. Ello se debe a que el modelo dominante de la gestión ambiental, tanto en los países desarrollados como en los países en desarrollo, sigue siendo el conocido y cómodo control. Este se trata, en suma, del establecimiento de unas regulaciones y normas para el uso y conservación de los recursos naturales renovables y el medio ambiente, con sus respectivos sistemas de control para hacerlas cumplir, y las sanciones correspondientes para quienes las violen.

En la Ley 99 se fortalece el aparato para adelantar estas tareas. Como también se prevén nuevas formas de gestión que tratan de complementar o sustituir este sistema. En particular se mencionan los instrumentos económicos para la gestión ambiental y sistemas de consulta y concertación con los sectores usuarios de los recursos naturales, sean estos públicos o privados. Pero no obstante que en estas nuevas modalidades se observan algunos avances, tanto en Colombia como en el exterior, ellos son aún modestos. Siguen imperando las de comando y control, que con sus regulaciones e inspecciones, son campo abonado para la acción deshonesta.

El Ministerio está aún a tiempo de iniciar un agresivo programa para combatir la corrupción a su interior -del Ministerio aún se rumora poco a este respecto- y liderar una acción en las corporaciones regionales, las cuales tienen las mayores responsabilidades de aplicación de las regulaciones y controles. Se trata de poner en marcha tecnologías modernas y desarrollar sistemas innovativos.

Algunos deben basarse en las posibilidades que ofrecen los mecanismos de participación de la comunidad. Las audiencias públicas para el otorgamiento de determinados permisos y licencias, y las veedurías ciudadanas, por ejemplo, tienen enormes potencialidades. La ciudadanía misma está en mora de apropiarse de muchos de los instrumentos previstos, que podrían ser críticos para la guerra que hay que darle a la corrupción. Donde están las ONGs ambientales, fundamentalistas y no fundamentalistas.

El establecimiento de una administración moderna eficiente y transparente frente a los usuarios es también una estrategia que puede rendir frutos. Porque no existe mejor aliado del funcionario venal o del ciudadano que intenta violar la ley, que la oscuridad en los trámites y ambigüedad en los procedimientos. Desafortunadamente, el Ministerio y la mayor parte de las corporaciones, están perdiendo la oportunidad única de construirse como organizaciones modernas. Pareciera como si se estuviesen montando en la tradición pública: a la topa tolondra.

Combatir la impunidad es otro de los grandes desafíos del Sistema Nacional ambiental. Tiene en sus manos algunos instrumentos previos por la Ley 99 que deberán ser complementados con una reforma de las sanciones de carácter penal. De lo que se trata es de aplicarlos. Manos a la obra.