Manuel Rodriguez Becerra

El medio ambiente después de la guerra

Por: Manuel Rodríguez Becerra | 23 de septiembre 2012

En muchos países, el postconflicto ha sido más dañino para el medio ambiente que el conflicto.

Ex-alzados en armas y exsoldados, que no encontraron oportunidades en  los programas de reinserción o de re-empleo,  se vieron forzados a talar selva para establecer parcelas para su supervivencia. O se dedicaron a explotar o incrementar la explotación ilegal de recursos naturales,  desde el oro y diversos minerales, hasta la madera y  la fauna, pasando por  los cultivos ilícitos, con la consecuente degradación del medio ambiente.  Y, lo propio hicieron  campesinos sin tierra que, por temor a la guerra, no se atrevían a lanzarse a la selva, u otros lugares de valor ecológico, como los páramos. Y, muchas empresas formales  que antes se abstenían de adelantar explotaciones mineras o agropecuarias,  lo hicieron,  con  negativos impactos ambientales, por falta de control estatal.

Ninguno de los “países postconflcito”  podría mostrar una historia  feliz, sin desconocer que no es  fácil aislar los factores propios del postconflicto causantes del deterioro ambiental, el cual es producto de un complejo entramado de causas. Ese es el caso de Mozambique, la República Democrática del Congo, Cambodia, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Las mejores historias las encontramos en aquellos países en que, al tiempo que se incrementó la destrucción ambiental en algunas regiones, en otras se avanzó en la protección y la restauración de su patrimonio natural.

En Colombia, los daños ambientales de la guerra han sido enormes y diversos, y  la paz detendría muchos de ellos, en particular si se logra disminuir en forma sustantiva los cultivos ilícitos. Pero no hay que olvidar que la guerra, en no pocos casos, ha acabado protegiendo al medio ambiente. Obviamente, nadie montaría una guerra para proteger la naturaleza, pero eso no implica que desconozcamos aquel hecho.

En el caso de Colombia las perspectivas no son, hoy, muy halagüeñas. Ilustrémoslo con dos casos: el Páramo de Sumapaz y la Amazonía.  Sumapaz es el páramo más grande del mundo y fuente de agua insustituible para Bogotá en el futuro. El Estado ha tomado control en gran parte del Páramo, en particular en la zona ubicada en  el Distrito Capital, que otrora fuera reino de la guerrilla. Pero al mismo tiempo, su destrucción ha aumentado, ante la falta de presencia gubernamental. Un fenómeno que se podría evitar pero que no se está enfrentando.

A su vez, la Amazonía colombiana es una de las regiones mejores protegidas de la Gran Cuenca, como un producto combinado de la guerra y de las políticas de resguardos indígenas y de parques nacionales.  El gobierno ha decidido abrirla a la minería a gran escala, atrayendo a inversionistas que en otras épocas no se hubiesen atrevido a incursionar en la región. Y esta apertura conllevará la destrucción masiva de la selva, como lo muestra la experiencia internacional. Y es una  situación que se agravaría si no se erradica la minería ilegal, en particular la de gran maquinaria, vinculada a la guerra. 

Cómo asegurar la protección ambiental después del conflicto no es un asunto que pueda ser dejado a la bulla de los cocos. Se requiere de una estrategia, en parte como producto del proceso de negociación de la paz, que necesariamente debería incorporar una reorientación de las locomotoras del desarrollo que tanto daño le están haciendo hoy al patrimonio en agua y en biodiversidad de Colombia.