Manuel Rodriguez Becerra

De la Cumbre de la Tierra a la Cumbre de las Américas

Por: Revista Estrategia económica y financiera | 30 de noviembre 1994

El ex-ministro del medio ambiente cree que la agenda del desarrollo sostenible va en reversa.

La Cumbre de las Américas ha escogido el desarrollo sostenible como uno de sus temas centrales. Un asunto que muchos ven con gran optimismo, pero que para quienes participamos en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro constituye un preocupante retroceso con respecto a los cinco acuerdos allí firmados por más de ciento sesenta naciones de la tierra, ciento veinte de las cuales estuvieron representadas por sus propios jefes de estado.

Pero para juzgar la Cumbre de las Américas resulta indispensable examinar lo acontecido con Río. Treinta meses después de realizada la Cumbre de la Tierra los resultados alcanzados parecen bien modestos. Como se sabe allí se firmaron cinco acuerdos: la Declaración de Río de Janeiro sobre Medio Ambiente y Desarrollo, la Declaración de Bosques, las convenciones sobre Cambio Climático y Biodiversidad, y la Agenda 21. Como telón de fondo de todos ellos aparece el desarrollo sostenible, concepción que quedó consagrada en Río como una meta que debe buscar la humanidad.

La Agenda 21 constituye un programa de acción que pretende atacar todos y cada uno de los problemas más críticos del medio ambiente y el desarrollo. Su meta es sin duda ambiciosa: alcanzar el desarrollo sostenible del planeta. A su vez las convenciones de Cambio Climático y Biodiversidad están dirigidas a resolver los dos mayores problemas ambientales que aquejan al globo: el calentamiento de la tierra, la primera, y la extinción de las especies animales y vegetales y la destrucción de valiosos ecosistemas, la segunda.

En estos tres acuerdos se adopta el principio, acogido por todas las naciones en la Declaración de Río, de las responsabilidades comunes pero diferenciadas de los estados con relación a la restauración de los daños ambientales infringidos al planeta y la conservación de sus recursos naturales renovables. Que, en otras palabras, implica que son los países industrializados los que deberán pagar la mayor parte de la factura de arreglar los problemas ambientales globales, en virtud de que han sido originados básicamente por ellos. E implica también que para conservar recursos de interés para la humanidad, por sus innumerables servicios ecológicos que prestan y por los productos y potencialidades económicas que ofrecen -por ejemplo los ubicados en el Amazonas o el Chocó Biogeográfico- se requiere que los países beneficiados, como son, en primer término, los desarrollados, paguen por la recepción de esos beneficios.

Lo anterior significa que los países industrializados deberían transferir recursos nuevos y adicionales a los países en desarrollo, para financiar los denominados costos increméntales requeridos por las acciones asociadas a cada uno de los tres acuerdos, y tecnologías ambientalmente sanas, en términos preferenciales y concesionales. Así se acordó en Río: que los países industrializados duplicarían la asistencia para el desarrollo, pasando del 0.35% del Producto Nacional Bruto combinado al 0.7%, como condición necesaria para lograr ese ambicioso programa de desarrollo sostenible a nivel global. Este compromiso no sólo no se ha cumplido sino que antes por el contrario la asistencia para el desarrollo de los países industrializados ha decaído en el período que va desde la Reunión de Río, (del 0.35% bajó al 0.29%). Que en la práctica implica que la Agenda 21 se encuentre desfinanciada y que paulatinamente esté pasando al mundo de la ficción de las burocracias internacionales. Algunos recursos, aunque insuficientes, existen en el Fondo Mundial Ambiental para las dos convenciones, que han entrado en vigencia, y para los otros dos problemas globales cubiertos por dicho fondo: capa de ozono y océanos.

La Cumbre de las Américas habría sido la ocasión para confirmar la Agenda 21 como el gran programa a realizar en forma solidaria por todos los países del continente, adecuándola a sus realidades. Se ha abandonado esta alternativa a favor de adoptar unos programas en unas pocas áreas que estarán lejos de colocarnos en la vía del desarrollo sostenible, que requiere, tal como se concluyó en Río después de casi tres años de arduas negociaciones, un tratamiento comprensivo dirigido a extirpar la pobreza, causa y secuela del deterioro ambiental, a transformar aquellos patrones de consumo que a todas luces son insostenibles y a enfrentar los problemas más críticos en materia del deterioro ambiental y de la conservación de los recursos naturales renovables. Basta con comparar la Agenda 21 (que comprende 38 capítulos y cerca de ciento cincuenta programas) con la agenda para el desarrollo sostenible propuesta para la próxima Cumbre, para constatar cuán lejos se encuentra ésta de aquella. Hay que decirlo: en la Cumbre eventualmente se firmará una caricatura de la Agenda 21.

En las convenciones de Cambio Climático y Biodiversidad se originan también otros problemas que obstaculizan la concreción de una agenda para el desarrollo sostenible en la Cumbre de las Américas. Porque justamente el país que hizo la convocatoria, los Estados Unidos, se encuentra en dificultades frente a estos dos tratados.

Como se sabe el gobierno de Bush no firmó la Convención de la Biodiversidad, ante airadas críticas del partido demócrata, a la sazón representado en la Conferencia de Río por el hoy vicepresidente Gore. La decisión del Gobierno de Clinton de ratificar la Convención, anunciada en el mes de Abril de 1993, fue recibida con entusiasmo a nivel internacional, en particular por países ricos en biodiversidad que, como Colombia, ven en la Convención un instrumento crítico para la conservación y buen uso de este valioso recurso. Pero como se sabe el Congreso norteamericano ha estado renuente a ratificarla, posición que eventualmente se endurecerá más con la mayoría obtenida por los republicanos en las recientes elecciones. De allí que en las propuestas de la Cumbre de las Américas los fundamentos, obligaciones y derechos incorporados en la Convención no se tomen en cuenta y se recurra más bien, con base a viejos acuerdos, a plantear programas conservacionistas que no dejan de ser positivos, pero que en su concepción tienen un corte Pre-Río. Naturalmente, los países latinoamericanos deberían oponerse a que en los acuerdos finales se desconozca algunos de los puntos de la Convención, como de hecho Colombia lo hizo en la reunión preparatoria de Quito.

Con respecto a la Convención de Cambio Climático, que es en esencia un tratado para restringir el consumo de combustibles fósiles, el gobierno de los Estados Unidos llega a la Cumbre de las Américas con poca autoridad moral. En efecto el gobierno de Clinton anunció que congelaría para el Año 2000 las emisiones de gases de efecto invernadero a los niveles de 1990. Un objetivo que buscó alcanzar a través del aumento de los impuestos a la energía, proyecto que en sustancia sucumbió en el Congreso, y a través de otras medidas sobre cuya efectividad existen grandes dudas.

En el campo energético se han propuesto programas para incrementar la generación de energía con base a recursos naturales renovables y disminuir el contenido de plomo en la gasolina. Mientras que la primera propuesta es de dudosa conveniencia para Colombia, la segunda es una área en la cual el país muestra hoy importantes avances.

Pero para ninguno de los dos últimos programas, ni para los otros incluidos en los acuerdos, se prevé la transferencia de recursos nuevos y adicionales o de tecnologías ambientalmente sanas en términos concesionales y preferenciales, dos presupuestos básicos de los acuerdos de Río. Y resulta una paradoja si consideramos que el Vice-Presidente Al Gore, gran propulsor de la Cumbre de las Américas, considera que la solución de los problemas ambientales sólo se logrará mediante este tipo de cooperación, tal como lo sostiene en su libro «Earth in the Balance»: «Pese a que no existen precedentes para la clase de respuesta global que exige la crisis ambiental, la historia nos provee con un poderoso modelo de esfuerzo cooperativo: el Plan Marshall. En una colaboración brillante, ella misma sin precedentes, muchas naciones relativamente ricas y muchas relativamente pobres -motivadas por un propósito común- se unieron para reorganizar una región del mundo y cambiar su forma de vida».

Finalmente, si algo positivo podría lograrse en la Cumbre sería proyectar el comercio de las Américas como un gran dinamizador del desarrollo sostenible. Que fue justamente el campo en el cual la Conferencia de Río no llegó a acuerdos sustantivos, por considerar que estos corresponderían más a la Ronda de Uruguay y a lo que de allí siguiera. Ello no solamente significaría crear las condiciones para garantizar en el futuro un libre acceso de los países centro y suramericanos al gran mercado del norte, y viceversa, sino establecer los requisitos para que ese acceso propicie la conservación y buen uso de los recursos naturales renovables y del medio ambiente. Pero en este, como en los casos mencionados, los Estados Unidos no llega con el mejor curriculum: de una parte, el gobierno está enfrentando grandes dificultades en el Congreso para alcanzar la ratificación del nuevo Tratado de Libre Comercio; de otra parte, el gran país del norte ha demostrado con diversas acciones (vgr. el caso del atún de Colombia) que la cuestión ambiental le está sirviendo para crear barreras no arancelarias al comercio, una conducta que dista mucho de la requerida para proyectar al comercio como un gran propulsor del desarrollo sostenible en las Américas.

Así pues que en la Cumbre de las Américas se acordará una agenda para el desarrollo sostenible que constituye una gran reversa con respecto a la Cumbre de Río, sin con ello negar los méritos que puedan tener los programas que se prospectan. Lo único que los gobiernos latino y centroamericanos no deberán aceptar son aquellos principios o programas que vulneren o constituyan una renuncia a lo acordado en Río de Janeiro. Llegar a esta última situación sería del todo lamentable. Es entonces una gran responsabilidad la que tienen nuestros Jefes de Estado.