Bogotá con indiferencia ambiental
El alcalde Garzón se rajó en política ambiental, según la atinada calificación que él mismo otorgó a su administración.
Por: Manuel Rodríguez Becerra
/ 27 de mayo 2008
El alcalde Garzón se rajó en política ambiental, según la atinada calificación que él mismo otorgó a su administración, al final de su mandato, y que, de paso, nos ahorró a muchos bogotanos la carga de la prueba. Lo más grave es que los alcaldes que le antecedieron también se rajaron, aunque quizá no en forma tan extrema como aquel.
El insalubre aire que todos respiramos, cuya principal víctima es la población infantil, es una de las pruebas reina de las falencias de la política ambiental de Bogotá de las dos últimas décadas. ¿Por qué se ha tolerado la utilización de uno de los peores diésel del mundo, juzgado por sus emisiones altamente contaminantes, y, al mismo tiempo, se ha propiciado su utilización en el TransMilenio? ¿Por qué se ha permitido que cientos de establecimientos industriales no cumplan con la normatividad? ¿Por qué siguen circulando carromatos con emisiones inaceptables? El río Bogotá es otra evidencia patética, puesto que es uno de los casos de contaminación más graves del país, que afecta a millones de colombianos. Una sentencia del Tribunal Administrativo de Cundinamarca, en respuesta a las acciones populares presentadas por comunidades afectadas, obligó al Gobierno Nacional y a la Alcaldía de Bogotá, en conjunto con la CAR y la Empresa de Acueducto, a fijar un plan para la descontaminación y restauración del río.
Y, en los dos últimos años, estas entidades han sacado pecho para reiterar que, por fin, resolverán el problema. ¿Cuántas veces hemos escuchado esos mismos anuncios? Las acciones y omisiones del gobierno de Bogotá que han contribuido al deterioro de nuestro medio ambiente no paran allí. El Distrito Capital no ha cumplido con la disposición legal de destinar por lo menos el 1 por ciento de su presupuesto a la protección de las fuentes de agua de la ciudad, una obligación establecida para todos los municipios del país en el artículo 111 de la Ley 99 de 1993. Y este inaceptable incumplimiento es uno de los factores que explican que el páramo de Chingaza, que provee el 80 por ciento del agua de Bogotá, y el páramo de Sumapaz, que es la fuente de reserva para atender las necesidades del futuro, se encuentren en un proceso de deterioro que podría llevar a la ciudad a sufrir escasez de agua a largo plazo.
Bastan las tres ilustraciones anteriores (hay muchas más) para afirmar que las cinco últimas administraciones del Distrito se rajaron en su gestión ambiental, puesto que, en materia de políticas públicas, lo que importa son sus impactos, y en el caso de las correspondientes al aire, el río Bogotá y la protección de las fuentes de agua, estas no pueden ser más lamentables.
Seguramente, cada una de esas administraciones podría exhibir un inventario de positivas realizaciones que incluyen la restauración de los humedales (¡también por exigencia de la rama judicial!), los nuevos espacios públicos y la arborización (aún deficitarios) o la descontaminación visual (en la actualidad en impune retroceso). Pero estos logros puntuales no pueden hacernos perder de vista los asuntos esenciales para nuestro bienestar, como son el aseguramiento de la calidad del aire y del agua y la conservación de los ecosistemas estratégicos para Bogotá y la Sabana. Y es que si no se protegen estos bienes públicos ambientales será imposible garantizar una vida digna y de calidad a los habitantes de la ciudad y sus zonas rurales.
Si bien el alcalde Samuel Moreno ha enarbolado la bandera ambiental en recientes intervenciones públicas, el Plan de Desarrollo presentado a consideración del Concejo deja mucho que desear en la materia. Por fortuna, aún estamos a tiempo para que el nuevo alcalde detone una política que marque una diferencia sustancial con el pasado y, así, Bogotá no continúe en la senda de deterioro ambiental y contaminación en que parece empeñada. Es un asunto de voluntad política.