Manuel Rodriguez Becerra

Boletin ecosondas Manuel Rodríguez Becerra

Algunas consideraciones sobre la Conferencia de Copenhague sobre Cambio Climático*

Por: Boletín Ecofondo | Mayo 2010

Coincido con quienes afirman que la Conferencia de Copenhague fue un fracaso. Pero pienso que para poder despejar el futuro es fundamental dilucidar las principales razones políticas que explican el hecho de que -después de treinta años de conocerse con alta certidumbre el origen y las consecuencias del fenómeno de cambio climático -, no se haya podido construir la voluntad política requerida para enfrentar la más formidable amenaza que haya enfrentado, quizá, la especie humana en su historia.

Las consideraciones que se hacen a continuación están lejos de ser exhaustivas y constituyen más bien una invitación a hacer una reflexión sobre algunos aspectos centrales del proceso la político internacional del cambio climático. Y como parte de ellas comenzaré por hacer algunas observaciones sobre la ciencia del cambio climático y los sobresaltos de que fue objeto recientemente, lo que hizo parte del escenario de las negociaciones en la Cumbre de Copenhague.
La certidumbre científica sobre el calentamiento global producido por el hombre y el escándalo de la Universidad de East Anglia.

Es necesario recordar un hecho fundamental, que con frecuencia parece desconocerse en muchos medios, incluso en amplios grupos de profesionales de Colombia (que se suponen educados), así como en las elites y en las clases dirigentes del país: existe una alta certidumbre científica sobre la existencia del fenómeno del calentamiento global como producto de la actividad humana.

A esta conclusión llegó el Panel Intergubernamental de Cambio Climático -el cuerpo científico intergubernamental responsable por sintetizar y analizar la evidencia existente sobre el tema-, en su primer informe de 1990. Y lo hizo con una contundencia tal que se constituyó en un detonante básico para que se negociara, y se firmara la Convención Marco de las Naciones Unidas en 1992, y para que fuese rápidamente ratificada por 198 países, incluyendo a los Estados Unidos. Pero, además, mucho antes, en 1978 el Informe Charney sobre cambio climático presentado al presidente Carter (1977-1981) de los Estados Unidos, diagnosticó el fenómeno y su gravedad en forma muy semejante a lo que conocemos actualmente. Con los años, y con el avance de la investigación, la certidumbre científica se ha incrementado hasta sobrepasar el 90%, pero ya desde hace más de treinta años era suficiente para comenzar a actuar, tal como lo expresó el Informe Charney.

El informe de 2007, el más reciente, ofreció las bases para la negociación de Copenhague, tanto en relación con las posibles metas de mitigación (o reducción de los gases de efecto invernadero) y el plazo para ejecutarlas, como sobre las medidas más apremiantes en materia de adaptación.

Los científicos recomendaron que en la COP 15 en Copenhague, en el ámbito de la Convención de Cambio Climático y su Protocolo de Kioto, se debería establecer como meta reducir, en los próximos 40 años, las emisiones de gases de efecto invernadero a un nivel tal que el aumento de la temperatura no superara los dos grados centígrados, en relación con la era preindustrial. Y esta es una meta que, según la ciencia, es posible alcanzar, tanto desde la perspectiva económica (el mundo no se va a quebrar), como desde la tecnológica (ya existen las tecnologías para resolver el problema).

Pero si no se toma ninguna medida, la temperatura podría incrementarse entre 4 y 6 grados centígrados hacia el final del siglo. Y si se hiciese hoy una tajante reducción de la emisión de gases de efecto invernadero la temperatura ascendería 1,1 grados centígrados hacia la misma fecha.

Un ciudadano corriente, está, como es obvio, en libertad de creer, o no, en la evidencia científica del Panel, y, las consecuencias que de ella se derivan, y seguramente tendrá sus motivos, como también los tienen aquella pequeña minoría de científicos que la controvierten. Pero, como también es obvio, los responsables por el alto gobierno de los países no tienen ninguna posibilidad de desconocer las responsabilidades que se derivan de las evaluaciones de la ciencia predominante, lo que explica el hecho de que la Cumbre de Copenhague contara con la participación simultánea de 115 jefes de estado, un número sin precedentes en reuniones de esta naturaleza, y que es una clara expresión de la alta prioridad adquirida por el tema en el ámbito global y, de alguna manera, una luz de esperanza.

Sin embargo, no se puede olvidar que al filo de la iniciación de la Cumbre, se detonó un escándalo por el inadecuado manejo que el Panel le había dado a algunos hallazgos científicos de profesores de la Universidad de East Anglia en relación con asuntos puntuales del calentamiento. Que fue reforzado, además, por el hecho de que las predicciones consignadas en el último informe del Panel sobre el plazo en que se derretirían gran parte de los glaciares del Himalaya (hacia la mitad de siglo se afirmaba), resultaron haber sido tomados de un artículo de una revista científica que no había sido rigurosamente revisado por pares científicos.

Si bien estos dos hechos, como el mismo Panel lo demostró con gran rapidez, no ponían en el más mínimo riesgo el corazón mismo de las conclusiones fundamentales relacionadas con el origen y gravedad del fenómeno, ellos le hicieron una gran daño a su credibilidad y llenaron de munición a aquellos grupos que siempre han estado interesados en desacreditar la confiabilidad de las conclusiones de este cuerpo científico.

En últimas, lo que quedó claro es que el Panel debe extremar aún más sus sistemas de filtro y de validación de la información científica, so pena de deteriorar su respetabilidad, que está dada por los más de 2000 científicos que aportan voluntariamente los resultados de sus investigaciones en los más diversos campos del conocimiento.

¿Total fracaso o éxito parcial? Diversas visiones

La evaluación del balance de la Cumbre no es unánime. Para algunos los resultados fueron “algo más grave que lo peor” (ej. The Financial Times, los países del Alba, algunos estados insulares, Green Peace); para muchos un simple y llano fracaso (ej: The Guardian, diversas ONG); para no pocos estuvieron lejos de ser satisfactorios pero registran algunos logros (El Tiempo); y para una “selecta minoría” los resultados constituyen un paso adelante y representan el arranque de un proceso que finalmente podría rendir sus frutos. A este grupo pertenecen, por ejemplo, muchos de los Jefes de Estado participantes en Cumbre que, de regreso a sus países, señalaron que se trataba de un paso adelante. Como puede leerse en la prensa nacional e internacional, algunos de estos Jefes de estado explotaron la Cumbre a su favor, ya sea sobrevalorando los logros alcanzados, o minimizando sus fracasos, o colocándose a sí mismos como elementos claves en el proceso de la negociación, una tarea que adelantaron haciendo uso de los poderosos medios de propaganda que tienen a su disposición. Al fin y al cabo la profesión de político conlleva reclamar permanentemente éxitos, incluso cuando no los hay. Pero seguramente las delegaciones de aquellos jefes de estado que los proclamaron, no estarían de acuerdo con sus jefes máximos. Si bien las evaluaciones no son unánimes todas están impregnadas de un inconfundible tufillo de fracaso.

Un fracaso

Coincido con quienes afirman que la Conferencia fracasó estruendosamente en lo esencial: alcanzar un acuerdo de consenso al más alto nivel político para colocar al mundo en la senda requerida para reducir las emisiones globales de gases de efecto invernadero en un 50% antes de 2050, que es el nivel exigido para que el incremento de la temperatura promedio de la Tierra no supere los 2 grados centígrados, límite más allá del cual los impactos serían inaceptables. Una meta que, a su vez, exigiría el compromiso de los países desarrollados de reducir en un 85% sus emisiones para esa fecha (la denominada mitigación), con el fin de dejar espacio al necesario crecimiento económico de los países en desarrollo.

El Acuerdo no hace referencia alguna a estas metas de reducción, ni a las fechas para alcanzarlas, temas sobre las cuales existe un amplio acuerdo científico, y solamente se menciona el compromiso de reducir las emisiones en forma tal que no se sobrepase el umbral de 2 grados centígrados. Adicionalmente, el Acuerdo establece que los países establecerán voluntariamente las metas de reducción, antes del próximo primero de Febrero, pero su cumplimiento no es vinculante. Es un hecho que se torna aún más grave si se toma en cuenta que las ofertas que hicieron los países desarrollados durante el proceso de Copenhague representarían una reducción de gases de efecto invernadero que, se estima, solo ascendería al 17% entre el año 2012 (fecha en que termina la primera fase de cumplimiento del Protocolo de Kyoto y se inicia la segunda) y el año 2020 (fecha en la cual terminaría la segunda fase de cumplimiento del Protocolo), cuando lo requerido se encuentra entre el 25% y el 40% para esta última fecha.

Lo que a muchos nos sorprendió, es que todas estas metas y fechas no fueran ni siquiera mencionadas en el Acuerdo de Copenhague, cuando meses antes en la reunión del G-20 (la de los países más desarrollados del globo) estas habían sido incorporadas en lo allí acordado como un entendimiento básico. Lo que entonces parecía faltar era el diseño del camino para alcanzarlas, que, como sabemos, es una compleja tarea en virtud de los intereses nacionales en juego, y de las diversas posiciones e interpretaciones que existen sobre el principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas.

Desde meses antes de la Conferencia, y de conformidad a lo ocurrido en las negociaciones durante los dos años anteriores, era claro que por ahora no era posible alcanzar un tratado jurídicamente vinculante, en el contexto de la Convención de Cambio Climático y de su Protocolo de Kioto. Por eso, se había venido augurando la posibilidad de que se adoptara una decisión al más alto nivel político que definiera con claridad los objetivos y compromisos globales de mitigación, adaptación, financiación y transferencia de tecnología, en particular por parte del grupo de los países desarrollados y por parte de los países emergentes (China, India, Brasil, Indonesia), y se establecieran los mecanismos para que en el corto plazo se pudieran precisar y se definir como compromisos jurídicamente vinculantes. Pero ese mínimo posible no se logró.

En el Acuerdo de Copenhague se identifican algunos avances positivos, como son: los mecanismos básicos y la financiación para la protección de los bosques naturales (conocido como REED); una financiación US10.000 millones por año, entre 2010 y 2012, a los países en desarrollo para la adaptación y la mitigación; la promesa de movilizar US$100.000 millones por año a partir de 2020 para los países en desarrollo con los mismos propósitos; un compromiso por parte de las economías emergentes de verificar sus propios esfuerzos en materia de mitigación y de comunicarlos las Naciones Unidas cada dos años, así como el establecimiento de una metodología para validar internacionalmente esa autoevaluación cuando requerido. Algunos de estos avances, como los referentes a los bosques y a la adaptación son buenas noticias para países como Colombia.

Un acuerdo que descarrila la Convención y el Protocolo de Kioto

Pero al identificar estos positivos avances, no puedo dejar de reiterar que la Cumbre fue un fracaso, puesto que no se puede justificar dos años de negociación multilateral para alcanzar tan poco, y llegar a un acuerdo del más bajo estatus jurídico imaginable.

En efecto, el proyecto de texto de este Acuerdo fue cocinado a puerta cerrada en el penúltimo día por quince jefes de estado (entre los cuales se contó al Presidente Álvaro Uribe), invitados a hacerlo por el Presidente de la Conferencia, el Primer Ministro Danés, con el fin de salvar a la Cumbre del fracaso total, ante los enormes desacuerdos que persistían tras dos años de negociaciones (el denominado Camino a Copenhague que incluyo cuatro grandes reuniones globales e intermedias de negociación y otras actividades relacionadas), lo cuales no habían podido ser allanados en los doce días de la Conferencia en Copenhague. Y el grupo de los quince (que se vio ampliado en la marcha a veinticinco) debió conformarse, en un ineludible acto de pragmatismo político, a que fueran solamente los jefes de estado de cinco países -Estados Unidos, China, India, Sudáfrica y Brasil- los que finalmente pusieran sobre la mesa los elementos fundamentales del Acuerdo, en reunión a puerta cerrada (nótese la ausencia de la Unión Europea, de este “grupo de los cinco” que, según diversos observadores sería una clara expresión de la pérdida de poder global del viejo continente). Fue una maratónica jornada en que este grupo de quince jefes de estado, “peleando los detalles” y virtualmente “arremangándose la camisa”, llegaron al texto final.

Sometido el denominado Acuerdo de Copenhague a consideración de la plenaria Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Cuba, así como algunos países del África (ej. Sudán), algunos pequeños estados insulares (ej. Vanantu) y algunos países petroleros (Arabia Saudita) rompieron el consenso requerido para aprobarlo por lo cual este no pudo ser adoptado como una decisión de las Naciones Unidas, un asunto que curiosamente no ha sido relevado suficientemente (en las Naciones Unidas no existe el sistema de adopción de decisiones por mayoría: se requiere del consenso como mecanismo para respetar la soberanía nacional). Al no poderse adoptar, y a instancia de la Presidencia la conferencia “tomó nota del acuerdo de Copenhague del 18 de diciembre de 2009”, y acordó que en su encabezamiento se incluyera una lista de los países contrarios al texto.

Independientemente de su contenido, el Acuerdo no solamente es débil desde el punto de vista jurídico sino que en últimas constituye una negación de la Convención de Cambio Climático, y, más grave aún, una eventual sepultura del Protocolo de Kyoto.

Las dificultades políticas de la negociación y el cambio de la geopolítica del cambio climático
“La Cumbre fue un fracaso porque faltó voluntad política”, afirman muchos analistas y comentaristas como expediente para explicarlo. Falta de voluntad política es una afirmación que, con frecuencia, se hace para explicar los más diversos fracasos, o éxitos a medias, de la política pública. Pero es una explicación que, como comodín de una baraja, nos dice muy poco. Lo relevante no es afirmar que faltó voluntad política si no entender por qué ella no se ha podido formar, como camino para construir, acordar y poner en marcha una política determinada. De allí la importancia, de tratar de entender lo ocurrido en la Cumbre de Copenhague, en el contexto de los más de veinte años de negociaciones globales para enfrentar el fenómeno del cambio climático producido por el hombre.

Una negociación que depende fundamentalmente de dos grandes: Estados Unidos y China

En últimas, los alcances y talante de lo acordado fueron fundamentalmente determinados por las posiciones de Estados Unidos y China. En estos dos países, responsables por la mayor proporción global de emisiones de gases de efecto invernadero, se concentra fundamentalmente la responsabilidad de lo que ocurra en el futuro con las negociaciones de cambio climático. Veamos.
En el caso de los Estados Unidos -en la actualidad, el segundo país emisor de gases de efecto invernadero, después de la China, y el primero en emisiones acumuladas en la historia- el Presidente Obama parecería estar comprometido con una lucha efectiva contra el fenómeno, siguiendo las recomendaciones científicas. Pero la realidad de la política doméstica no le permitió a su gobierno llegar a la mesa de negociaciones con una propuesta consistente con su voluntad expresada, existiendo muchos interrogantes sobre los que podría adquirir en el futuro.

Por su parte China llegó a la mesa de negociaciones con una posición que favoreció muy poco, para decir lo menos, el proceso conducente a sellar un compromiso global con dientes. Es una posición que esta determinada por el hecho de que China se haya convertido recientemente en el mayor emisor de gases de efecto invernadero como resultado de su extraordinario crecimiento económico registrado en las tres últimas décadas Y por el hecho de que hacia el año 2030 sería el país con mayor acumulado de emisiones en la historia según las proyecciones. De allí, su importancia crucial en la negociación y de allí sus dificultades.

La llegada al poder del Presidente Barak Obama sin duda ha significado un cambio importante en relación con la posición mantenida durante la administración Bush frente a las negociaciones de cambio climático. De hecho, desde su campaña hacia la presidencia anunció que su gobierno se comprometería a que los Estados Unidos redujera en un 85% la emisión de gases de efecto invernadero entre el año 2012 y el 2050, una posición que posteriormente ha ratificado y que resultaba impensable durante la administración Bush. Sin embargo, sus ofrecimientos presentan problemas e inconsistencias en el ámbito de la política doméstica que se presentaron como grandes obstáculos para llegar a un acuerdo sustantivo en Copenhague.

En primer término el Congreso de los Estados Unidos aún no ha aprobado la ley que, presentada a su consideración por el gobierno Obama, tiene como uno de sus objetivos fundamentales la reducción de gases de efecto invernadero. Y sus metas -que de todas maneras fueron anunciadas oficialmente-, son claramente insuficientes frente a lo que el Presidente Obama había ofrecido y que son imperativas si se busca reducir las emisiones globales en un 50% hacia el año 2080. Además, el presidente Obama afronta en el Senado dificultades mayores para aprobar esta legislación interna. Una pieza significativa del rompecabezas es la política del carbón: la mitad de los senadores proceden de estados que lo producen; un acuerdo para reducir las emisiones de CO2 amenaza sus economías, sus empleos y su electricidad. Otra pieza del rompecabezas es la situación actual del Congreso: la aprobación de esta ley no parece hoy nada fácil si se tiene en cuenta las enormes dificultades que se enfrentaron para aprobar la ley de salud que fue aprobada teniendo el voto negativo de toda la bancada republicana, la cual en el pasado se ha mostrado tan contraria a que los Estados Unidos adquiera compromisos mayores en el campo del cambio climático.

La posición del senado es quizá también una de las razones que explique el hecho de que el gobierno Obama haya mantenido la política Bush de rechazo al Protocolo de Kyoto, como se manifestó en sus intentos durante las negociaciones que condujeron a Copenhague de que se sustituyera este tratado. En efecto, el Congreso de los Estados Unidos, desde el Gobierno de Clinton, le presentara el para su aprobación, ha mantenido una tajante posición de no aprobar el Protocolo de Kyoto en virtud de que considera inaceptable el hecho de que en este instrumento se exima a los países en desarrollo de compromisos obligatorios de reducción de gases de efecto invernadero. Es una posición que ha compartido parte de la bancada demócrata y que parece haberse endurecido en los últimos años cuando los grandes países en desarrollo como China, India, y Brasil han aumentado en forma sustantiva sus emisiones.

Pero, cualquiera que sea el retrato de los rompecabezas senatoriales, no se debe perder de vista lo subrayado por el economista norteamericano Jeofrrey Sachs: “La política en el Senado estadounidense no debe ocultar un punto más importante: los Estados Unidos han actuado de manera irresponsable desde que se firmó la Convención de Cambio Climático. Es el país más grande y poderoso del mundo y el mayor causante del cambio climático hasta ahora, y se ha comportado sin el menor sentido de responsabilidad hacia sus ciudadanos, hacia el mundo y hacia las generaciones futuras”.

Por su parte, China, hoy el mayor emisor de gases de efecto invernadero, llegó a Copenhague con una posición inesperadamente dura frente a temas fundamentales, que condujo a muchos, como el secretario de medio ambiente del Reino Unido, a afirmar que aquel país acabó constituyendo el principal obstáculo para alcanzar un acuerdo más sustantivo. Así, por ejemplo, China no estuvo de acuerdo en que se precisara en el texto la meta del reducir las emisiones en un 50% de aquí al 2050.

Pero razones tiene la China, y el asunto no es tan simple como lo registra el Secretario inglés Milliband. China considera que si esa meta y fecha hubiesen sido así establecidas, sin otras provisiones y dejando que EU mantuviera compromisos tan bajos como los anunciados, ello equivaldría a tratar de imponerle compromisos de reducciones que van más allá de su responsabilidad y que, eventualmente irían en contra de su crecimiento económico. En efecto, si bien China es hoy el mayor emisor del mundo, y será el país con mayores emisiones acumuladas en la historia en un par de decenios, su emisión per capita es en la actualidad una cuarta parte del promedio per cápita de los habitantes de los países desarrollados. Y por eso China, con otros países, ha afirmado de tiempo atrás que una base fundamental para las negociaciones debería se la emisión promedio per cápita de los habitantes de cada país, como cuestión de justicia ambiental global. Además, también se trae a cuento en las negociaciones el hecho de que su aparato industrial satisface una parte muy significativa de las demandas de los consumidores occidentales. O, en otras palabras, que parte de la emisiones de gases de efecto invernadero de su aparato industrial se originan en la producción de bienes y servicios destinados a satisfacer necesidades de habitantes de otras latitudes. ¿A qué países les cabe, entonces, la responsabilidad de estas últimas emisiones?

El cambio de la geopolítica global de cambio climático

Las posiciones de negociación de la China han sido con frecuencia defendidas con el hecho de pertenecer, de conformidad a la Convención de Cambio Climático y el Protocolo de Kyoto, al grupo de países (como es el caso de todos los países en desarrollo) que no tienen ningún compromiso de reducción de gases de efecto invernadero. Así se acordó en la Convención en 1992, a partir del principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas, y en virtud de que la responsabilidad por el calentamiento global recaía, para esa fecha, masivamente en los países desarrollados.

Pero casi veinte años después de la firma de la Convención y casi quince años después de la firma del Protocolo la geopolítica del cambio climático ha cambiado dramáticamente. China, conjuntamente con aquellos grandes países en desarrollo que registran un impresionante crecimiento en los últimos decenios -India, Brasil, Indonesia entre otros- son ya hoy, y lo serán en forma más acentuada en el futuro, grandes emisores de gases de efecto invernadero. Ello ha llevado a que los países desarrollados busquen compromisos firmes de reducción de gases de efecto invernadero, por parte de estos países en rápido desarrollo, puesto que desde su punto de vista, si estos no los adquieren, los esfuerzos que ellos hagan podrían resultar infructuosos.

Pero, a su vez, solo sería pensable que los grandes países en desarrollo flexibilicen su posición en relación con la adquisición de compromisos significativos de reducción de gases de efecto invernadero si los países desarrollados muestran el camino, en particular Estados Unidos y la Unión Europea, mediante unos compromisos acordes con las recomendaciones de los científicos a que se ha hecho alusión. Se trata, entre otras, de un proceso de construcción de confianza y en el mismo China y los grandes países en desarrollo tienen también mucho que decir.

En síntesis, el cambio de la geopolítica del cambio climático en las dos últimas décadas generado grandes dificultades para la negociación, puesto que ella se hace a partir de una convención y un protocolo cuyas obligaciones y derechos fueron concebidos para un mundo un tanto diferente al actual en lo que hace al poder económico y político de los países y su contribución a la generación al calentamiento global. Es una situación que se complica adicionalmente por la situación política doméstica de los países. Así se manifiesta, como se ha mostrado, en el caso de los Estados Unidos que, a pesar de la actitud favorable del Presidente Obama, no está siendo capaz de presentar la posición que los establecimientos político y científico de gran parte del mundo esperarían de aquel país, como consecuencia de la falta de acuerdo al interior de su Congreso.

Futuro

En el marco del Acuerdo de Copenhague, que como ha sido señalado adolece de una gran debilidad jurídica y política, más de un centenar de países, desarrollados y en desarrollo, han presentado sus compromisos voluntarios de reducción de gases de efecto invernadero. Estos compromisos, similares a las ofertas que estuvieron en la mesa de negociaciones en Copenhague, son, como se sugirió anteriormente, son insuficientes frete a lo recomendado por la comunidad científica.

Sin embargo, estos compromisos de reducción, conjuntamente con los referentes a la financiación para la adaptación y REED, son la base para continuar con las negociaciones hacia la COP 16 que se celebrará en México a finales del presente año. No parece haber otra alternativa. Precisamente, en el pasado mes de marzo tuvo lugar en Cartagena una reunión de representantes de treinta y un países a nivel ministerial, para explorar vías para enganchar los diferentes elementos del Acuerdo de Copenhague, no vinculantes, y con un débil estatus jurídico, en el marco de las negociaciones de la próxima de la Conferencia de las Partes. Cuál es el futuro del Protocolo no es por ahora nada claro.

Pero hay quienes opinan que, después de veinte años de negociaciones, y ante la imposibilidad de llegar a un tratado universal, vinculante, y eficaz (como ha sido evidente en la Convención y su Protocolo de Kioto), sería necesario generar nuevas alternativas, como por ejemplo acuerdos parciales entre conjuntos determinados de países, sobre temas puntuales, cuya suma produzca los resultados requeridos (opinan (véase la posición del Profesor Anthony Giddens en su libro “The Politics of Climate Change (2008) o el editorial de la revista The Economist, inmediatamente después de la Cumbre). Tiene sus riesgos, pero es un escenario plausible. Por ahora esperemos a ver qué más pasará con la firma del Acuerdo, la suscripción metas voluntarias, y la COP 16 de México.

Y, aún más interesante, observemos con atención los cientos de acciones significativas que se están adelantando en los más diversos confines del mundo con el fin de reducir los gases de efecto invernadero, generar energías alternativas y adaptarse al cambio climático. No es un asunto de poca monta el hecho de que hoy se esté augurando que en diez años China será el mayor productor de energía eólica del mundo (con una capacidad que excederá la producida por la hidroeléctrica de las Tres Gargantas), de que se prevea que en la India estará ubicada la mayor producción de paneles solares del mundo -que en un mediano plazo podrían llegar a ser competitivos con las fuentes de energía convencional-, y de que la Unión Europea esté contemplando la posibilidad de que una parte sustancial de su energía eléctrica provenga de energía solar producida en el norte de Africa.

Nota final

¿Y Colombia? Queda para otro artículo. Este se refería a los grandes jugadores de las negociaciones de cambio climático. Colombia, hay que decirlo, ha jugado, en su condición de país menor, algún papel de significación en las negociaciones, como se reveló en la reciente reunión de Cartagena. Y como se reveló también en una no muy santa condecoración que le dieron las ONG en Copenhague por su posición en relación con REED…..Quizá una simple expresión de que participar activamente tiene sus riesgos. Pero estas consideraciones quedan para otra ocasión.

*Algunos apartes de este escrito fueron tomados de Rodríguez B., Manuel.¿Qué diablos sucedió en Copenhague?, En Slided, Número, 13, Bogotá marzo de 2010, páginas 8-12.