¿La paz de los bosques?
Para algunos, el final de la guerra es una oportunidad única para mejorar la protección de la riqueza natural del país.
Por: Manuel Rodríguez Becerra
/ 7 de Octubre 2012
Para algunos, el final de la guerra es una oportunidad única para mejorar la protección de la riqueza natural del país. Pero se olvidan de que, en muchos países, la postguerra ha sido más dañina para el medio ambiente que la guerra.
Como ha señalado David Kaimowitz, exdirector del Centro Internacional de Investigaciones Forestales (Cifor), “las situaciones de postguerra pueden llegar a ser particularmente devastadoras de los bosques naturales. Cuando los conflictos terminan, los gobiernos, con frecuencia, incorporan a los insurgentes y proveen patronazgo a las fuerzas estatales desmovilizadas, permitiéndoles la extracción de madera y la transformación de áreas de bosques en tierras para la agricultura. Además, después del conflicto, los refugiados y los desplazados regresan a los bosques abandonados durante la guerra, y las gentes armadas desmovilizadas, con pocas fuentes de empleo, se dedican a actividades forestales ilegales”.
Pero no solamente se trata de la explotación ilegal y caótica de los bosques. Aquellos excombatientes que no encuentran oportunidades de reinserción en el sector formal de la economía se dedican, también, a la explotación ilegal de otros recursos, que van desde el oro y diversos minerales, hasta la fauna, pasando por el establecimiento de cultivos ilícitos.
Así mismo, alcanzada la paz, los gobiernos, en aras de su crecimiento económico y sin mayor planeación ni control, suelen fomentar la extracción legal de los recursos ubicados en la selva y en otros ecosistemas frágiles, lo que conduce a nuevos procesos de destrucción de la naturaleza.
En Colombia, el balance de los daños ambientales de la guerra son enormes y diversos, como se registra en la destrucción y degradación de la serranía de La Macarena. O como ocurrió con la masiva deforestación realizada por los paramilitares en el tapón del Darién para abrir tierras para la ganadería.
Pero no hay que olvidar que, en algunos lugares del país, la guerra ha acabado protegiendo al medio ambiente y que, terminada esta, es necesario tomar medidas para asegurar su conservación. Ilustrémoslo con el caso del páramo de Sumapaz, el más grande del mundo y una fuente de agua insustituible para Bogotá y la sabana en el futuro.
El Estado ha tomado control militar en gran parte del páramo, que durante años estuvo dominado por la guerrilla de las Farc e, incluso, llegó a ser sede de sus altos mandos. Pero al tiempo que las Fuerzas Militares han consolidado su presencia, la destrucción del páramo se ha incrementado por la intervención de paperos y ganaderos, cuyo ingreso al área estuvo vedado por el conflicto. Es una situación que se podría evitar, pero para ello es urgente que el Gobierno nacional, conjuntamente con el distrital, desarrollen programas para su protección, que incluyan la educación y una estrategia de vigilancia y control. Infortunadamente, han brillado por su ausencia.
A su vez, lo que muchos consideran hoy las ganancias de la paz podría generar nuevos daños al medio ambiente. Por ejemplo, la decisión del gobierno del presidente Juan Manuel Santos de abrir la región amazónica, y otras selvas del país, a la minería a gran escala, ha sido favorecida por las perspectivas del final de la guerra. Pero esta política, que en la visión del alto gobierno es estratégica para el crecimiento económico, conducirá, inevitablemente, a la deforestación masiva de los lugares en donde se establezcan los enclaves mineros.
Colombia no está condenada a seguir la senda de la destrucción ambiental de posguerra registrada en otros países, como el Congo o Camboya. Si se aprenden sus duras lecciones y se tiene claro qué valores ecológicos debemos conservar para las próximas generaciones, la situación podría ser diferente. La paz es una oportunidad única para reconciliarnos con la naturaleza.