Reforma ambiental
Se viola un principio fundamental de gestión ambiental: el ratón no puede ser el guardián del queso.
Por: Manuel Rodríguez Becerra
/ 22 de enero 2017
Tendremos reforma ambiental en el 2017, anunció el ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Luis G. Murillo.
Hay más que argumentos suficientes para hacerlo. Quizá el más fuerte lo ofreció el Plan de Desarrollo 2104-18 al reconocer que “desde el punto de vista ambiental, el crecimiento económico posiblemente no es sostenible, debido a que la riqueza natural se está agotando”. Coincide con el diagnóstico ambiental de la Ocde, que, además, identificó las debilidades estructurales del Sistema Nacional Ambiental y su famélico presupuesto, así como diversas contradicciones de las políticas sectoriales con el objetivo de la sostenibilidad ambiental. Es claro que la destrucción y el deterioro ambiental no se deben solamente a la existencia de unas autoridades ambientales débiles. Se deben, en particular, a unas políticas agrarias, mineras, urbanas, de energía y de transporte con poco miramiento por la protección de nuestro patrimonio natural. Así, por ejemplo, la Ciénaga Grande de Santa Marta, la mayor laguna costera del país y una de las más importantes del Gran Caribe, está en camino hacia el colapso ecológico, principalmente como consecuencia de carreteras mal diseñadas desde la perspectiva ambiental, unas obras que han sido responsabilidad del Ministerio de Transporte y de la gobernación departamental.
Claro está que Minambiente y, muy en particular, la autoridad ambiental regional, Corpamag, son también responsables de los graves daños a la Ciénaga: además de alcahuetear las absurdas intervenciones de aquellas entidades, abandonaron las obras para su restauración y permitieron que, debajo de sus propias narices, empresarios agropecuarios cometieran toda clase de atropellos, incluyendo el drenaje de la ciénaga.
¿Por qué Minambiente y Corpamag han jugado un papel tan lamentable? Seguramente es producto de su politización, o del clientelismo, o de la corrupción, o de la falta de capacidad técnica, o de la indolencia, o de la insuficiencia presupuestal, o de la carencia de una adecuada veeduría ciudadana, o de una mezcla, en diversas dosis, de estos siete componentes de tan indeseable menú. Pero estas falencias no son propiamente exclusivas de estas dos entidades: se encuentran, también, en el corazón mismo de muchas de las corporaciones autónomas regionales y son, justamente, las que deben ser materia de profundas correcciones.
Otra ilustración, esta sobre política urbana: en el último año, la Secretaría Distrital del Ambiente de Bogotá se manifestó en contra de la existencia de la reserva Van der Hammen, buscando justificar el intento del alcalde Peñalosa de urbanizarla. ¿Cómo se explica semejante descache de una autoridad ambiental? La respuesta no es difícil. La Secretaría es una entidad de bolsillo del Alcalde. Pero, a similitud del caso anterior, esta perversa falta de independencia también aqueja a las otras autoridades ambientales de las grandes ciudades y a las CAR, dominadas por gobernadores y alcaldes.
Se viola un principio fundamental de la gestión ambiental que debería ser una de las guías de la reforma: el ratón no puede ser el guardián del queso.
Es, así, urgente una reforma de Minambiente y de las CAR que les otorgue, entre otras cosas, una mayor independencia frente a las diversas entidades del Poder Ejecutivo y que las convierta en una meritocracia técnica. Entidades como el Banco de la República y la Superintendencia Financiera han demostrado que este es el camino. ¿Acaso el cuidado de nuestro patrimonio natural no ameritaría unos equipos humanos de igual calidad que la de los encargados de velar por el patrimonio económico y financiero del país?
Dejemos aquí. En próximas columnas examinaremos las reformas requeridas en la Anla, con sus falencias; en parques nacionales, con sus luces y sombras; y en los institutos de investigación ambiental, con sus probadas virtudes.