Manuel Rodriguez Becerra

Manuel Rogriguez Becerra

El Estado y las amenazas globales

Esta crisis debería conducir a una reforma profunda del papel del Estado en la sociedad.

Por: Manuel Rodríguez Becerra

/ 03 de mayo 2020

“Nos estamos embarcando en lo impensable”, señaló el presidente Macron en reciente entrevista con ‘Financial Times’ sobre el coronavirus. Y entre lo impensable parecería estar esbozándose la posibilidad de un gran cambio en la concepción del papel del Estado en la sociedad. Basta registrar las acciones que los diversos gobiernos están desplegando para enfrentar la pandemia, tanto en el campo de la salud como en el social y el económico.

Hasta hace dos meses nadie se habría imaginado que dirigentes políticos y económicos que durante los últimos cuarenta años han buscado que se minimice el papel del Estado, para dar preponderancia al mercado como eje del desarrollo, en la actualidad acepten que sobre los hombros de los gobiernos recaen el mayor peso y responsabilidad para solucionar los complejos y profundos problemas generados por el coronavirus, que podrían llegar a lugares inimaginables en esta crisis dominada por la incertidumbre.

En el caso de la salud, los gobiernos se han visto en aprietos para ejercer el rol que súbitamente debieron asumir, puesto que sus sistemas de salud, con pocas excepciones, llegaron precariamente preparados para enfrentar el coronavirus. No fue un asunto producto del azar, pues el alto grado de privatización de las organizaciones de la salud determina, por ejemplo, que no estén dispuestas en asumir inversiones para prever y mitigar una pandemia (contar, por ejemplo, con instalaciones hospitalarias en exceso); primero están las utilidades de los dueños, como se los dicta su marco normativo. Por ello no es de extrañar que, con anterioridad al coronavirus, los gobiernos y el sector privado hayan, en la práctica, negado la alta posibilidad de que se presentara una pandemia no obstante las claras advertencias de la ciencia.

En forma similar, durante los últimos cuarenta años se ha negado la existencia del cambio climático no obstante las contundentes evidencias de la ciencia sobre sus orígenes y consecuencias; su negación ha sido explícita, como la hacen Trump y Bolsonaro, o implícita, como se expresa en la construcción de complejos tratados internacionales con pocos resultados. Y que se hayan negado estas dos amenazas globales –pandemia y cambio climático– se explica en mucho por los intereses de corto plazo de poderosos grupos económicos, como está ampliamente evidenciado.

La crisis del coronavirus ha hecho que se manifieste en forma aguda la situación de pobreza e inequidad de amplios grupos de la población, no solamente en países en desarrollo como Colombia, sino también en naciones de alto desarrollo como Estados Unidos. Todos los gobiernos han debido generar todo tipo de programas para asegurar un ingreso económico a los más pobres y a quienes perdieron el empleo o están en imposibilidad de ejercer su actividad, desde el vendedor ambulante o el peluquero hasta los pequeños empresarios. Y los gobiernos están respaldando con enormes recursos económicos al sector financiero y a sectores claves de la producción y los servicios para que no colapsen, una acción que se incrementará en la medida en que se profundice la crisis, y que podría terminar, en muchos casos, en una participación accionaria del Estado.

Así, los Estados estarían en camino de adquirir un papel más protagónico en asegurar la provisión de la salud, necesaria para lidiar con esta y futuras pandemias, así como de satisfacer otras reivindicaciones sociales; en forma similar, se esperaría que respondan con contundencia a la lucha contra el cambio climático. Son todos asuntos que la ciudadanía está exigiendo cada vez con mayor vehemencia y que de no responderse en forma adecuada seguramente, llevaría a una gran inestabilidad social y política. Esta crisis debería, entonces, conducir a una reforma profunda del papel del Estado con miras a enfrentar las dos mayores amenazas para el bienestar de nuestra especie en su historia. ¿Optimismo ingenuo? Espero que no, pues si no ocurre, nos llevará el diablo.